Columna publicada el 23.01.19 en El Mercurio.

La iniciativa del Gobierno de incluir mecanismos de selección por mérito en el segundo ciclo básico ha generado una dura reacción por parte de la izquierda. Según esta última, aquello que la derecha entiende por mérito solo escondería un privilegio, que no se admite como tal. El reconocimiento del mérito sería un modo de reproducir nuestras desigualdades atávicas, revistiéndolas de un falso halo de legitimidad. 

Aunque esta argumentación no es del todo descaminada, tiene dificultades que no deberíamos perder de vista. Por de pronto, resulta imposible distinguir con mediana precisión cuánto hay de mérito y cuánto de privilegio en las trayectorias personales, pues ambas dimensiones están demasiado imbricadas. El fenómeno humano es una mezcla de herencia y libertad, y esa dualidad es constitutiva de nuestra condición (¿qué sería de la sociedad sin los dones gratuitos que recibimos en el entorno familiar?). De hecho, el orden social no funciona sin reconocer -aunque fuera parcial y precariamente- el mérito. Quienes practicamos la docencia lo sabemos bien: cada vez que ponemos una nota, no evaluamos la trayectoria vital del alumno, sino su capacidad en la instancia de evaluación. Por lo mismo, la pregunta no es tanto si debemos tomar en cuenta o no el mérito (pues resulta imposible ignorarlo completamente), sino determinar en qué nivel y con qué intensidad debe ser considerado. Es absurda, por ejemplo, la práctica de ciertos colegios de “evaluar” a niños de dos o tres años, pero nadie discute que la admisión universitaria debe tener un grado relevante de selectividad. En ese sentido, la propuesta del Gobierno de reponer criterios de selección en séptimo básico en los liceos emblemáticos, conservando un porcentaje de alumnos vulnerables, parece más que razonable y equilibra la reforma del gobierno anterior. También resulta positiva la propuesta de permitir seleccionar a un 30% según proyecto, lo que resguarda la pluralidad propia de la sociedad civil. 

Por lo demás, esta medida conecta con un anhelo muy atendible de la población. En efecto, las familias aspiran a tener alguna incidencia sobre el destino de sus hijos. Para decirlo en simple, buscan que el esfuerzo realizado obtenga alguna recompensa. Aunque dicha pretensión es de sentido común, la izquierda insiste en negarla. Por lo mismo, responde con la lógica del algoritmo, como si una fórmula matemática pudiera satisfacer ese anhelo. No obstante, en una cuestión tan sensible, el mecanismo debe ser justificable a ojos de los ciudadanos, requisito que no se cumple en este caso. Por lo mismo, las clases medias nunca se conformarán con el algoritmo. Por un lado, les quita grados relevantes de libertad, al delegar en un procedimiento anónimo, abstracto y neutro un aspecto fundamental de la vida. No deja de ser extraño cómo la izquierda cede así a la alienación de la técnica, sin percibir las contradicciones en las que incurre: es difícil pensar en algo más tecnocrático y alejado de las personas que un algoritmo. Con todo, hay un segundo motivo que explica la incredulidad de las clases medias. Ellas saben que los estratos altos no están dispuestos a someterse al algoritmo, y eso deja al sistema desprovisto de la mínima legitimidad. En el fondo, se busca igualar a las clases bajas con las clases medias, dejando intactos los segmentos más privilegiados (que diseñan estas reformas sin pagar costo alguno). Al final del camino, tendremos una sociedad aún más desigual que en el inicio, pues habrá solo dos extremos allí donde antes había muchos estadios intermedios. La ingeniería social es evidente para quien quiera verla. 

Desde luego, nada de esto implica negar los errores del discurso enarbolado por el Ejecutivo. La alusión a la “industria educativa” del Presidente fue reveladora del modo en que parte de la derecha entiende la educación: como un mercado más, que debe ser tan desregulado como sea posible. Además, la excesiva insistencia en el mérito tiende a olvidar a los excluidos, e instala en el imaginario una visión meramente competitiva del orden social. Sin embargo, si la derecha logra articular estos conceptos, contará con una herramienta muy poderosa a la hora de hablarle al país. Mucho más poderosa, en todo caso, que cualquier algoritmo.