Columna publicada el 06.01.19 en The Clinic.

La violación de los derechos humanos durante la dictadura constituye un hecho histórico. Se trata de un dato comprobado por muy diversas fuentes y que ha sido progresivamente asumido como un relevante consenso social. De alguna manera, se espera que su transversalidad y recuerdo permanente sirva de garantía para todos los chilenos: que con independencia de nuestras posiciones políticas, tales atrocidades nunca vuelvan a ocurrir.

En ese sentido, la negación de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen de Pinochet difícilmente puede ser considerado como un argumento válido, y por lo mismo, como una idea abierta a formar parte de la discusión respecto de las legítimas y diversas interpretaciones sobre nuestra historia reciente.

Ahora bien, de eso no se sigue que tales afirmaciones deban ser prohibidas por ley y sancionadas penalmente, como espera hacerlo la indicación que prohíbe el negacionismo en la ley de incitación al odio que se está tramitando en el Congreso.

Distintos actores, de muy diferentes tendencias políticas, han mostrado su preocupación frente a una norma que, en última instancia, pondría en riesgo la libertad de expresión. Lo problemático, afirman, no es sólo lo compleja que puede ser la aplicación de una ley de estas características por parte de los jueces, sino que en un futuro termine siendo utilizada por el Estado para perseguir a quienes manifiesten una opinión política contraria a la suya.

A estos argumentos, sin embargo, habría que agregar una pregunta más de fondo: si acaso es la ley (y una de ese tipo) la herramienta más adecuada para resolver este conflicto. Si el consenso respecto de la violación de los derechos humanos en Chile no ha logrado consolidarse enteramente, difícilmente la sanción penal de quienes nieguen esa realidad hará que tales opiniones desaparezcan. De hecho, incluso podría generar el efecto contrario, pues el resentimiento que muchas veces anima este tipo de expresiones, en estas medidas no encontrará mucho más que una justificación y un nuevo impulso.

Hace más de dos siglos, en el contexto de la discusión sobre la constitución de Estados Unidos, James Madison reflexionó en El federalista sobre un dilema semejante al que enfrentamos hoy. Sumamente consciente de los peligros que implica el espíritu faccioso para la unidad de una comunidad política, advirtió también respecto de las consecuencias problemáticas derivadas de la decisión de impedir su existencia: atentar contra aquello que justamente se intenta proteger. Y esta prevención no era sólo el resultado de una convicción radical respecto de la primacía de la libertad de expresión.

Ella también respondía a la conciencia de que el gobierno no estará siempre en manos de los que defienden lo justo. Más vale entonces resistir la tentación de suprimir la facción y concentrarse en el trabajo, sin duda menos reconfortante, de controlar sus efectos. Esta mezcla de coraje y mesura política podría ayudar, quizás, en nuestro propio debate. Sin duda es un riesgo aceptar la posibilidad de que aparezcan voces que desconozcan los acuerdos que hemos establecido como estructurantes de nuestra vida en sociedad. Pero es su misma posibilidad de expresarse en el espacio público la que da testimonio de la existencia de una democracia que aquellos que vociferan no alcanzan, o no quieren valorar.