Columna publicada el 06.01.19 en El Mercurio.

A estas alturas, se trata de un dato: José Antonio Kast logró convertirse en un personaje de primera línea. Aunque el fenómeno no figuraba en el radar de casi nadie, es muy revelador de las transformaciones recientes de nuestro espacio público. Hasta hace no mucho tiempo, Kast era un diputado desconocido fuera del aparato interno de la UDI, y hoy es un referente que marca agenda, pone temas en la mesa y orienta la discusión. Todo esto fuera del Congreso, sin partido político y enarbolando un discurso que parece ir a contracorriente de la opinión dominante.

Guste o no, el hombre ha ido derribando muchas de nuestras certezas. Pensábamos que el país se movía hacia la izquierda, suponíamos que el futuro de la derecha pasaba por el centro liberal y creíamos que ciertas posiciones estaban condenadas al basurero de la historia; y su sola presencia nos muestra que nada de eso es tan cierto. Su éxito es también un enigma: no disponemos de herramientas intelectuales para comprender lo que representa, y de allí la perplejidad de buena parte de la clase dirigente que no tiene la menor idea de cómo enfrentarlo. ¿Cómo explicar a José Antonio Kast?

Un primer elemento a considerar guarda relación con la ruptura de los consensos. A partir de las movilizaciones del año 2011, la lógica de los acuerdos fue duramente criticada desde la izquierda. Surgieron nuevos actores que no se sentían comprometidos con la transición, y el esquema noventero terminó por quebrarse. Los protagonistas de la transición abdicaron, no supieron defender lo obrado -algunos se avergonzaron- y perdieron el prestigio. De algún modo, la legitimidad quedó traspasada a una generación rebelde y disruptiva que buscaba renovar todos los códigos. Aunque la izquierda se halla en el origen de este proceso, no había ningún motivo para que esto no ocurriera también en la derecha: una izquierda sin complejos se merece una derecha sin complejos. Es paradójico, pero José Antonio Kast es un hijo (no deseado) del movimiento estudiantil. En otras palabras, la lógica del Frente Amplio generó las condiciones de posibilidad de su surgimiento. Boric y Kast se miran a través de un espejo -y lo saben-.

Naturalmente, hay una serie de causas adicionales que alimentan la dinámica. Por de pronto, el voto voluntario tiende a polarizar la discusión, pues incentiva la búsqueda de nichos específicos. El nuevo sistema electoral multiplica esos mismos nichos, al permitir que candidatos con muy pocos votos accedan a escaños parlamentarios. La discusión pública es colonizada por actores más bien periféricos que carecen de visión de conjunto, pero que empujan el debate hacia temas muy específicos. Al mismo tiempo, la crisis profunda que vive la UDI -que dejó de ser un partido de cuadros para transformarse en mero administrador de cuotas de poder- le impide contener la presión proveniente desde su derecha. Como si esto fuera poco, el entorno global parece ir en la misma dirección, y le va mostrando a Kast un camino y un método. El oficialismo, por su parte, también lo ayuda. La falta de carácter del Ejecutivo en temas relevantes -como la ley de género y la objeción de conciencia institucional- y la ausencia de liderazgos nítidos lo dejan en una posición muy cómoda (dicho sea de paso, aquí reside uno de los principales puntos ciegos del piñerismo: al no permitir que emerjan liderazgos bajo su alero, los jugadores libres corren con mucha ventaja).

Kast ha sabido explotar cada una de estas posibilidades, con un talento que escasea entre nuestros políticos. Tiene, además, un sentido de misión que en política suele ser decisivo. En efecto, su estrategia juega en el largo plazo, en la medida en que su objetivo final no es llegar a la Presidencia, sino influir. Para lograrlo, no tiene ninguna necesidad de convencer a la mitad del electorado, pues le basta con acercarse a los veinte puntos, y convertirse así en un fenómeno incómodo y difícil de procesar.

Desde luego, nada de esto quita que el fenómeno tenga una dimensión patológica que no deberíamos pasar por alto. Después de todo, Kast va cediendo cada vez más a la tentación de extremar sistemáticamente su discurso. La espiral es interminable, y no tiene final feliz, porque la provocación llama a la provocación. Aunque la tecla funciona, es algo perversa. El ejemplo más nítido -pero no el único- es La Araucanía. En ese tema, el discurso kastista es de un simplismo grosero, pues solo integra elementos relativos a la seguridad, como si el problema mapuche fuera de carácter militar (así intentamos resolverlo en el siglo XIX, y así nos fue). En este contexto, el reto de los políticos moderados es ir más allá de la indignación, y tener la capacidad de construir acuerdos -en esta y otras materias- que vuelvan patente el absurdo al que conduce esa lógica. La pregunta, claro, es si acaso la clase política estará a la altura del desafío.