Columna publicada el 17.01.19 en The Clinic.

Tendemos a pensar que la migración es un problema que se reduce, simplemente, a la entrada y salida de extranjeros. Como si lo único relevante fueran los tipos de visa o los criterios para expulsar a un inmigrante. Sin embargo, comprenderla de esta manera implica desatender otras dimensiones del fenómeno. Se nos olvida, por ejemplo, que la llegada de extranjeros genera efectos en nuestra forma de relacionarnos y que, por tanto, plantea desafíos de convivencia entre nosotros y quienes llegan.

En este sentido, las cifras de la Encuesta Espacio Público-Ipsos 2018 sirven para indagar en aquello que todavía no somos capaces de entender. A nivel general, el estudio sugiere que los sectores más vulnerables muestran mayor resistencia frente a la inmigración. Los resultados concuerdan con los que recoge la Encuesta Bicentenario ese mismo año. Según esta medición, en los grupos socioeconómicos medios y bajos es mayor el porcentaje de personas que ve a los extranjeros como un obstáculo para encontrar trabajo o que considera excesiva la cantidad de inmigrantes en el país.

Sin embargo, lo que inquieta no es tanto el rechazo hacia el fenómeno migratorio como los argumentos que se utilizan para explicarlo. En general, cuando esta clase de encuestas se dan a conocer, abundan las voces escandalizadas que acusan de ignorantes y racistas a todos quienes manifiestan alguna distancia o reparo respecto de la inmigración. Pero si este tipo de opiniones proviene principalmente de los más vulnerables, ¿no será que hay tensiones entre chilenos e inmigrantes que se le escapan a la elite? Si en nuestro país hay un sector de la población cuya pobreza dejó de ser una prioridad, no es absurdo pensar que la llegada de extranjeros pueda producirles fundadas incertidumbres. Al final, son ellos –y no quienes les imputan prejuicios irracionales– los que compiten con los inmigrantes por atenderse en consultorios precarizados, o para ser contratados en trabajos donde el extranjero suele estar dispuesto a ganar menos que un chileno. Dicho de otro modo, atribuir las percepciones negativas al racismo o la ignorancia es una salida demasiado cómoda, que se vuelve especialmente problemática si consideramos que quienes la enuncian no sufren ningún costo asociado al fenómeno (más bien al contrario).

El creciente rechazo a la inmigración entre los más vulnerables muestra que hay desafíos relacionados con la pobreza que no estamos abordando. Y urge que la clase política tome nota de ellos, sobre todo si desean evitar procesos similares a los que actualmente viven Estados Unidos o Hungría. En este contexto, llama la atención que en la oposición aún no sean capaces de responder adecuadamente al discurso del gobierno sobre “ordenar la casa”, que apunta precisamente a reducir la sensación de amenaza que ha generado en los sectores medios y bajos la incertidumbre laboral y la llegada de extranjeros. En lugar de proponer alternativas para tratar los asuntos de convivencia e integración que el Ejecutivo dejó fuera, optaron por una suerte de sacralización del inmigrante, que los sitúa todavía más lejos del sentir de los sectores que ven la inmigración con recelo. La izquierda –y sobre todo la nueva– debe entender que no basta con pontificar que “todos somos migrantes”, ni que tampoco es suficiente con defender discursos cosmopolitas que reducen el problema a la consagración del derecho humano a migrar. Si quieren recuperar algo de conexión con quienes históricamente aseguraron proteger, van a tener que comenzar a escucharlos; a ellos y a quienes –como José Antonio Kast– parecen estar revelando, de buena o mala forma, tensiones latentes en las capas más necesitadas de la población. En otras palabras, la oposición debe ser capaz de construir una alternativa para dar prioridad a todos esos invisibles que fueron marginados por los asuntos de elite que la vienen encegueciendo hace años.