Columna publicada el 24.12.18 en La Tercera.

Hay varios debates tan abiertos como legítimos sobre nuestra historia reciente, partiendo por el estado real del Chile del 10 de septiembre del 73; debates que lado y lado han enfrentado muchas veces de forma irreflexiva. Pero jactarse de ser “pinochetista” no apunta a tomarse en serio ninguna de esas discusiones, sino más bien a adoptar un registro polémico en un momento en el que “decir las cosas por sus nombre” pareciera gozar de buena prensa. La pregunta es si hay alguna conciencia de aquello que efectivamente transmite esta provocación. 

Después de todo, revindicar el pinochetismo va mucho más allá de criticar al gobierno de la Unidad Popular o elogiar la clase de modernización capitalista que experimentó nuestro país. Rescatar aspectos puntuales de la dictadura –compartamos o no esa aproximación– jamás ha impedido un análisis crítico del período. Pero abrazar el pinochetismo así, sin matices ni distinciones, significa no sólo desconocer el plano simbólico (las palabras importan), sino ante todo minusvalorar las violaciones a los derechos humanos. Es hacer como si no existieran ni el Informe Rettig ni nada de lo que conocimos después. Es comenzar a olvidar las lecciones compartidas de nuestra historia reciente, la primera de las cuales es la condena categórica y sin matices de la violencia política, venga de donde venga. 

Hay quienes, llegados aquí, replican: no es incompatible ser pinochetista y condenar las torturas, desapariciones y restantes atrocidades. Sin embargo, es curioso pretender introducir sofisticadas distinciones luego de impulsar una retórica que las dificulta al extremo. En rigor, esta narrativa se limita a exaltar la figura de quien, como explicara Gonzalo Vial, acumuló el poder bajo su persona como quizá nunca antes en nuestra historia. De hecho, Augusto Pinochet nunca quiso dejar partido ni heredero, lo que vuelve aún más absurda la reivindicación pinochetista tres décadas después.

Este escenario desafía a todo el espectro político. Los sectores de centro y de derecha podrían verse tentados por un discurso que aparenta responder a lo políticamente correcto, pero que adolece de sus mismos problemas de liviandad, erosionando de paso sus credenciales democráticas. Por su parte, la centroizquierda que en diversas ocasiones llamara “facho” al que apenas discrepaba con ella, ahora debiera aprender de ese juicio liviano y no volver a caer en él. Las denuncias del tipo “aquí se revela la verdadera cara” o “es lo que siempre han pensado” no son el camino adecuado. Y menos aún el afán de limitar la libertad de expresión. Eso sería ignorar –y favorecer– la especificidad del triste espectáculo que hemos presenciado.