Columna publicada el 28.12.18 en La Tercera PM.

Por estos días se cumplen sesenta años desde que las tropas revolucionarias de Fidel Castro derrotaran a ejército cubano y entraran triunfantes en La Habana. Para muchos, dentro y fuera de la isla, los trajes verde olivo fueron el signo de una nueva era que derrotaría a la corrupción y al imperialismo; una era que, en medio de la guerra fría, traería una alternativa política propia a un continente tan golpeado por la historia. Durante algún tiempo, el Partido Comunista cubano no compartió los métodos ni los liderazgos de los revolucionarios y los observó con distancia, pero poco a poco las tensiones mundiales hicieron que Cuba y la URSS acercaran posiciones y esfuerzos para combatir al que, a la larga, se convertiría en su enemigo común: Estados Unidos.

Fidel Castro y sus hombres supieron explotar con maestría la dimensión simbólica de la política. Su carisma y oratoria cautivaron tantas veces a los cubanos durante horas en el malecón habanero, y alrededor del mundo fueron cientos los intelectuales, políticos y artistas que apoyaron su revolución. El organismo cultural oficial de la isla, la Casa de las Américas, se llenó de proyectos y concursos en los que participaban los intelectuales más importantes de la época, incluido Sartre, Simone de Beauvoir, Cortázar, García Márquez o Ítalo Calvino. Ansiosos por demostrar su fidelidad al proyecto de Castro, se convirtieron en embajadores culturales de la revolución, y fueron capaces de legitimarla a pesar del creciente murmullo de críticas que denunciaban la represión y el autoritarismo del régimen de Castro.

La dictadura cubana, junto con ser de signo opuesto a la dictadura chilena, ha tenido con nuestra experiencia política una diferencia fundamental: como ha dicho el historiador Joaquín Fermandois, el régimen de Pinochet fue abriendo espacios, aunque fuera a regañadientes, a la oposición. Esas pequeñas aperturas derivaron, a la larga, en el plebiscito de 1980 y la transición a la democracia. Por el contrario, el régimen de Castro comenzó siendo una gesta popular donde parecía haber espacio a la crítica y a la rectificación. El paso del tiempo, sin embargo, mostró que la frase tan citada de Fidel —“dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”— describía de manera bastante precisa del proceso político que vivían: eran muchos los que quedaban fuera y en contra de la revolución.

Los mismos intelectuales que en un comienzo fueron embajadores del proceso revolucionario y lo defendían frente a tantas críticas, fueron desencantándose hacia fines de la década de los sesenta. Cuando Fidel Castro apoyó la invasión de la URSS a Checoslovaquia y cuando el poeta Heberto Padilla fue encarcelado por sus críticas al régimen y obligado a hacer una autocrítica al más puro estilo soviético, fueron cayendo los velos amables de un sistema crecientemente totalitario. Sin embargo, el paso de los años dotó de una creciente ambivalencia al proceso cubano: similar a Venezuela, hay quienes aún se resisten a ver en la isla un país sumido en la miseria, con una población encerrada y con pocas alternativas de sobrevivencia, además del turismo, para quienes todavía quieren quedarse o no pueden buscar suerte en otro lado.