Columna publicada el 11.12.18 en El Líbero.

El rechazo del gobierno al Pacto Migratorio de la ONU ha causado sorpresa, no sólo por la decisión misma, sino también por la improvisación y el contexto que la rodea. En el marco de un escenario de movimientos migratorios a gran escala a nivel internacional, la ONU ha venido manifestando hace bastante tiempo la intención de crear un pacto global que estableciera las bases y principios para una migración ordenada, segura y regular. De hecho, según propia confesión, las modificaciones legales y las medidas administrativas propuestas por el gobierno actual han estado inspiradas precisamente en esos estándares. Así, en septiembre el Presidente Piñera señaló en la Asamblea de Naciones Unidas que “estamos generando una política migratoria que sea segura, ordenada y regular, en perfecta armonía con la Declaración de Nueva York y el Pacto Mundial para la Migración…” ¿Qué ocurrió, entonces, en las últimas horas? Si el contenido del documento era conocido hace meses, ¿por qué esperar hasta última hora para manifestar la desaprobación?

Uno de los elementos más complejos de este rechazo es que deja sin márgenes claros a las políticas migratorias del gobierno. Así, cuando el Ejecutivo aluda, de ahora en adelante, a una migración ordenada, segura y regular, ¿a qué se estará refiriendo específicamente? ¿Cuál será el marco de acción, si ahora rechaza lo propuesto por el organismo internacional? ¿Qué justificación o fundamentación ofrecerá como alternativa?

La desprolijidad que rodeó la idea de restarse de la cita multilateral, la confusa descoordinación con los parlamentarios que se encontraban en Marruecos –quienes incluso firmaron un documento de apoyo al pacto, sin saber que el Ejecutivo opinaba otra cosa–, o la debilidad de algunos de los argumentos utilizados para justificar el rechazo, son indicios de que esta no fue una decisión debidamente reflexionada. Así, no parece descabellado pensar que restarse del pacto se trate más bien de un guiño a los sectores que en los últimos días han acusado al gobierno de transformarse en una “derecha light”. La estrategia es bastante evidente: por un lado, serviría para compensar la decisión del Ejecutivo de retirar a los efectivos del GOPE de La Araucanía y, por otro, debilitaría la posición de la expresidenta Bachelet en la ONU.

En relación con este último punto, es entendible que una Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos valide este tipo de acuerdos, y que incluso manifieste su opinión respecto a la posición de algunos países. Ahora bien, resulta a lo menos llamativa la facilidad de la expresidenta para desprenderse de su responsabilidad por la situación actual, sobre todo considerando que varias de las tensiones que ha traído consigo el fenómeno migratorio en Chile se deben, en parte, a la indiferencia de su administración ante esta materia. Si a esto le sumamos la exacerbada reacción de la oposición, que mientras fue gobierno no enfrentó el problema con el nivel de seriedad que muestra ahora, podemos notar que en el caso de nuestro país la instrumentalización política de la inmigración no es patrimonio exclusivo de un solo sector político.

Por último, y en cuanto al fondo de la discusión, es necesario tener en cuenta que este tipo de pactos pueden ser útiles a la hora de generar alianzas entre países, o para abordar en conjunto las migraciones que cruzan toda una región, como la venezolana en nuestro caso. Sin embargo, para hacer frente a los efectos negativos del fenómeno también hay que atender a las condiciones particulares de cada territorio, y en ese sentido es importante entender que no basta con la suscripción de políticas globales homogéneas. El derecho internacional no es una herramienta suficiente para resolver las tensiones eminentemente locales que derivan de nuestro propio proceso, como las que emanan de la convivencia y las relaciones cotidianas entre chilenos e inmigrantes. Así, ni la posición que pone su fe absoluta en el pacto, ni quienes desatan su histeria por él, parecen darse cuenta que el foco no debiera estar exclusivamente en suscribirlo o no, sino en buscar los complementos entre lo que señalan los organismos internacionales y nuestra propia realidad migratoria. Y acá, naturalmente, el debate político interno tiene mucho que decir, siempre y cuando esté a la altura de las circunstancias.