Columna publicada el 09.12.18 en El Mercurio.

¿Debemos permitir que centros privados, que ofrecen prestaciones públicas financiadas por el Estado, puedan invocar la objeción de conciencia institucional para abstenerse de realizar abortos? Por muchos motivos, esta pregunta ha tenido el mérito de condensar buena parte de nuestras diferencias filosóficas, políticas y -en último término- antropológicas. Así, en torno a ella se han articulado dos campos claramente definidos: en un lado, quienes creen que debe resguardarse la autonomía de la sociedad civil; y, en el otro, quienes piensan que las asociaciones intermedias deben obedecer las reglas dictadas por el Estado si acaso cumplen una función pública.

Como puede verse, la discusión no versa principalmente sobre aborto, ni sobre los derechos de las mujeres. Plantear la discusión en ese lenguaje puede ser útil en términos retóricos, pero equivale a simplificar una diferencia que se mueve en otro plano. En rigor, el desacuerdo guarda relación con el valor que le otorgamos a la capacidad humana de asociarse para buscar fines compartidos.

Ese, y no otro, es el contexto de la objeción de conciencia institucional. Esta solo cobra sentido si entendemos que el hombre es algo más que una mónada aislada y que, por tanto, puede asociarse con otros para perseguir objetivos en común. En esta lógica, lo humano solo se despliega plenamente en el encuentro con otros, porque (como bien observaba Aristóteles) hay muy pocas cosas que podemos realizar solos. Esto implica que las asociaciones voluntarias son constitutivas del bien humano, y que fuera de ellas somos seres amputados, incapaces de alcanzar nuestra plenitud. Si esto es plausible, entonces el Estado -siguiendo el principio de subsidiariedad- tiene el deber de fomentar y preservar la vitalidad de esas comunidades intermedias, pues allí nos jugamos algo fundamental. Desde luego, el concepto de conciencia está aplicado de modo analógico, pero, ¿no hacemos algo parecido cuando hablamos de la responsabilidad social de la empresa, o esperamos que tal o cual grupo se tome más en serio el desafío ecológico? Si personas reunidas pueden perseguir fines compartidos, entonces la analogía tiene su fuerza.

De aquí se sigue una conclusión muy sencilla: si hay un grupo de personas que se ha organizado, que dedica su tiempo y energía a brindar bienes públicos allí donde el Estado no llega, entonces no resulta razonable exigirle que renuncie a su identidad para que siga prestando ese servicio. De hecho, esa exigencia tendría consecuencias difíciles de defender. Por de pronto, reduciría instantáneamente la libertad de muchas mujeres de elegir dónde recibir atención ginecológica. Además, la sociedad entera perdería el enorme bien público involucrado en aquellas organizaciones voluntarias dispuestas a ofrecer un servicio público (asumiendo muchas veces el déficit correspondiente). Por último, le daría al Estado la peligrosa potestad de intervenir la sociedad civil y amenazar el pluralismo social mediante la distribución arbitraria de recursos (que, recordemos, provienen de esa misma sociedad civil: los ingresos fiscales no caen del cielo).

Pero hay más. La defensa de ese principio tiene dificultades teóricas bien delicadas. Los liberales más individualistas, por ejemplo, niegan la pertinencia misma de la objeción de conciencia institucional (“solo los individuos tienen conciencia”, dicen). Sin embargo, no se percatan de un hecho que a Tocqueville le resultaba evidente: en ausencia de asociaciones intermedias robustas, el individuo queda desprotegido frente al poder del Estado. Quienes defienden una antropología de corte individualista le temen al poder del colectivo, pero cuesta pensar en un colectivo más peligroso e invasivo que el Estado.

La izquierda, por su parte, no lo hace mucho mejor. Su constante queja contra las tendencias individualistas de la sociedad contemporánea es perfectamente contradictoria con su rechazo a tomarse en serio la autonomía de la sociedad civil, única instancia que podría permitirnos superar esa atomización que tanto lamentan. Al asumir las categorías individualistas, la izquierda se priva de los instrumentos indispensables para hacerse cargo de su propio diagnóstico, y se condena de paso a la esterilidad política. Si acaso es cierto que solo los individuos tienen conciencia, no puede decirse que el orden social sea injusto ni opresivo (por cierto, el argumento es de Hayek: nadie sabe para quién trabaja).

Desde luego, en medio de esta enorme confusión, hay un sector que se anotó un triunfo relevante: Chile Vamos. En efecto, los partidos oficialistas -desde la UDI hasta Evópoli- lograron unirse para defender una cuestión esencial para todas las tradiciones que integran la derecha. En ese contexto, resulta cuando menos llamativo que el Gobierno se haya mantenido al margen de esta discusión, como si no comprendiera la relevancia del principio en juego. El fenómeno es extraño, y puede ayudar a explicar por qué el Ejecutivo tiene tantas dificultades a la hora de elaborar un discurso: quizás ignora lo que piensa.