Columna publicada el 16.12.18 en La Tercera.

Cuando niño tenía un amigo que vivía en la población Iansa en Llanquihue. El conjunto consistía en distintos tipos de casas, la mayoría iguales entre sí. También había algunas más grandes, e intuyo, aunque nunca la vi, que habría por ahí una casa única, superior, ocupada por el mandamás local y su familia. El padre de mi amigo llevaba una década en la empresa, y sabía perfectamente los escalafones a los que podía aspirar a ascender durante los próximos años, vinculados directamente a la ubicación y tipo de casa que irían ocupando con su familia. Supongo que incluso sabía el regalo que le darían al retirarse.

Ya en esa época las empresas de ese estilo eran raras. Hoy resultan casi inverosímiles. Su lógica interna choca directamente con la subjetividad contemporánea. La perspectiva de ir avanzando lentamente a lo largo de una estructura prefijada para alcanzar, sin demasiadas sorpresas, puestos mejores conocidos de memoria y luego retirarse recibiendo una lapicera de oro de pocos quilates, resulta opresiva para el individuo moderno, sus sueños de grandeza adquisitiva y su voluntarismo inmediatista. En un mundo movido por el deseo insatisfecho y las fantasías del capitalismo titánico, la población Iansa parece una jaula segura que sólo preferirían los débiles y los mediocres.

A esto se suma el hecho de que los colectivos humanos han ido perdiendo cada vez más dignidad a los ojos del individuo moderno. Ya no es sólo que casi nadie siente orgullo por la empresa donde trabaja, ni mucho menos la imagina como una “gran familia”, sino que estructuras que parecían tener una capacidad de interpelación enorme, como la patria, la familia o la comunidad de fe, son tratadas como antiguallas. La actitud vital progresista degrada todo aquello que pueda parecer un lastre para la voluntad soberana del sujeto.

Esta erosión de las formas de vida colectivas me parece que debería ocupar un lugar importante en la reflexión sobre la crisis de las vocaciones y de las instituciones que exigen un alto nivel de sacrificio individual y sometimiento a estructuras prefijadas, como las militares, policiales y religiosas. Estos sacrificios, desde el punto de vista del sujeto que se imagina como pura autonomía de la voluntad, son simplemente absurdos y hasta masoquistas.

¿No es lógico que las personas cuya subjetividad se ha forjado bajo estas coordenadas encuentre extremadamente difícil desarrollar una vocación dentro de instituciones tan exigentes? ¿No terminarán, muchos, por rendirse y buscar atajos para “salvarse” como sujetos y “hacerla”, aún traicionando a la institución y corrompiéndose?

Quizás los progresistas nunca lo pensaron, pero un mundo de individuos cuya autonomía radical se encuentra garantizada por un Estado proveedor de derechos que reemplaza toda necesidad de vida colectiva, sigue siendo un mundo que depende de que las instituciones del Estado, al menos, funcionen. Pero ese mundo es, al mismo tiempo, incapaz de producir la motivación personal necesaria para hacer funcionar esas instituciones. Un país que declara el derecho universal a irse al sudeste asiático va dejando de ser un país en la medida en que se acerca al cumplimiento de su promesa.