Columna publicada el 16.12.18 en El Mercurio.

La decisión de no firmar el Pacto Migratorio de Marrakech ha dejado más de una pregunta sin responder. El modo improvisado en que la decisión fue tomada e informada, la marginación inicial de la Cancillería, las explicaciones equívocas e infundadas; todo, en fin, contribuye a tejer un manto de duda sobre los verdaderos motivos que llevaron al Gobierno a restarse de un acuerdo que el mismo Presidente había respaldado hace no tanto tiempo. Por lo demás, el texto no dice nada muy distinto respecto de otros instrumentos análogos y, de hecho, pareciera ser especialmente cuidadoso en cuanto a resguardar la soberanía de los Estados. Dicho de otro modo, la decisión de restarse exigía una justificación a la altura de las circunstancias.

Con todo, no se trata de canonizar el texto en cuestión. Aunque la lectura de los 54 puntos del pacto de Marrakech es algo tediosa, uno encuentra allí todo lo que cabe esperar en un documento internacional suscrito por más de cien países: palabrería vaga, lenguaje ampuloso, conceptos ambiguos y decenas de compromisos de futuro dudoso. En definitiva, un festival de buenas intenciones que -inevitablemente- terminará chocando con la realidad. En efecto, es completamente ilusorio pretender regular la migración a nivel global, pues la diversidad de situaciones tiende al infinito. En ese sentido, el texto tiene un dejo universalista condenado al fracaso. Por mencionar un solo ejemplo, el pacto ignora completamente la difícil situación que enfrentan hoy diversos Estados para cumplir con sus objetivos mínimos de seguridad y bienestar. Así, les encarga un cúmulo de responsabilidades que apenas se cumplen con los propios habitantes: los Estados nacionales pueden cada día menos, pero les exigimos cada día más. En ese sentido, cabe suponer que este pacto quizás tranquilice alguna conciencia, pero tendrá efectos más bien limitados.

Ahora bien, nada de esto impide encontrar en él algunos presupuestos filosóficos y antropológicos que no dejan de ser discutibles. Uno de ellos es que las migraciones constituyen algo eminentemente positivo. Sus aspectos menos felices (que los hay) son deliberadamente omitidos, hasta el punto de considerarlos como meras percepciones que deben ser corregidas mediante “discurso público con base empírica”. En simple, esto significa: élites cosmopolitas e ilustradas tratando de educar a un pueblo obtuso e ignorante (y luego se sorprenden con el auge del populismo). Al mismo tiempo, y aquí empezamos a comprender el punto anterior, hay un llamativo énfasis puesto en la dimensión económica y en la movilidad de la mano de obra. Esto permite pensar que, en el fondo, la migración es vista como la variable de ajuste del mercado laboral (Marx hablaba del ejército de reserva del capitalismo). La tesis subyacente es la del movimiento perpetuo y universal como destino de la humanidad: la utopía del desarraigo, de la circulación absoluta de personas, bienes y capitales. Nada debe impedir el movimiento, pues -en esa utopía- el mercado solo puede desplegarse en ausencia de fronteras. Por eso resulta sorprendente el modo acrítico en que la izquierda se pliega a esta cosmovisión, sin advertir que está siendo víctima de un grosero contrabando intelectual. En esta materia, los economistas más liberales no tienen ningún desacuerdo relevante con el progresismo más avanzado. Adivine usted quién lleva las de ganar.

Como puede verse, todos estos temas merecerían una discusión seria y desapasionada, pues es posible articular una crítica al pacto migratorio. El Gobierno eligió, empero, un camino fácil, que ni siquiera incluyó mayor debate público. Todo indica que el Ejecutivo encontró aquí una tecla muy rentable, a partir de la cual puede manejar la agenda y conectar con un sentimiento mayoritario que ve en la inmigración más amenazas que oportunidades. Como si esto fuera poco, buena parte de la oposición queda atrapada en un registro estéril y moralista, pues no comprende la naturaleza política del problema. En esa cancha, el Gobierno corre con mucha ventaja.

Sin embargo, esa ventaja también tiene riesgos. La tecla migratoria es tan rentable como peligrosa, pues posee un potencial explosivo que el Gobierno no está considerando. Esto resulta aún más extraño si consideramos que, hasta ahora, el Ejecutivo había manejado razonablemente bien el tema, controlando las fronteras y haciéndose cargo de la desidia de la administración anterior. Pero esta decisión nos lleva varios pasos más allá, pues implica asumir un discurso muy duro que guarda poca relación con nuestra realidad. Las dificultades que enfrentamos en este ámbito siguen siendo relativamente acotadas y, para percatarse, basta comparar nuestra situación con la que viven algunos países europeos. El Gobierno optó por convertir un tema complejo en una bomba política con el fin de obtener réditos políticos inmediatos, sin molestarse en elaborar un discurso que pudiera dar cuenta del cambio de posición. En ese contexto, el único ganador es José Antonio Kast: nadie sabe para quién trabaja.