Columna publicada el 18.12.18 en La Segunda.

¿Es la migración un derecho humano? La sola pregunta –con toda la carga asociada– refleja los alcances del proyecto de los derechos humanos, cuya punta de lanza fue la Declaración Universal que acaba de cumplir 70 años. Desde la antigüedad se piensa en exigencias de justicia más allá de las convención humana, pero hoy concebimos esas exigencias –y casi cualquier problema público relevante– sólo en función del lenguaje de los derechos.

En términos históricos, este panorama es bastante novedoso. Quizá nos cuesta entenderlo, pero los “derechos del hombre” de 1789 recibieron duras críticas en ese entonces. Mientras Burke los consideraba abstractos y ajenos a la experiencia social, el joven Marx habló de “los derechos del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la colectividad”. De hecho, las modernas repúblicas democráticas fueron articuladas sobre otros pilares adicionales. Basta leer El federalista 84 y su fundado recelo sobre las declaraciones de derechos para advertirlo.

Fue recién a mediados del siglo XX, y luego del horror del holocausto, que diversas tradiciones de pensamiento recurrieron a la noción de derechos humanos como punto de encuentro, reinterpretándola desde sus propias cosmovisiones para proteger los aspectos más esenciales y compartidos de la dignidad personal. La Declaración Universal es el principal símbolo de ese esfuerzo. Se buscó erradicar la tortura, la esclavitud y otros tratos degradantes, así como escrutar a los países que incurrieran en aquellas injusticias.

No es casual que sólo ese último tipo de derechos haya sido formulado categóricamente (“nadie puede ser sometido a…”). Se entendía que las restantes aspiraciones de justicia, siendo muy importantes, admiten diferencias legítimas en su concreción, y que corresponde a la deliberación interna –a las leyes de cada Estado– la especificación de los derechos. Este espíritu, humilde si se quiere, derivaba de la conciencia de que la Declaración nació como un acuerdo práctico tan relevante como acotado. Como decía Maritain, “estamos de acuerdo en esos derechos, salvo que se nos pregunte por qué”.

El confuso escenario global invita a recobrar esa conciencia. Ni los prejuicios ni la xenofobia son suficientes para explicar el escepticismo ante el sistema internacional de DDHH. También ha influido el olvido de aquella humildad, desde catalogar como “contrarios a los derechos humanos” a cualquier discrepancia significativa con las elites cosmopolitas, hasta la falta de deferencia de ciertos tribunales y burocracias con la política interna de los países. Como ha sugerido Mary Ann Glendon, tomarse en serio estas dificultades y volver al espíritu original de la Declaración puede ser el único modo de salvar este proyecto.