Reseña a Nicanor Parra, rey y mendigo, de Rafael Gumucio (Ediciones UDP), publicada en El Líbero.

 Quien busque una biografía de corte tradicional, ceñida a los hechos históricos y capaz de dibujar en detalle y de modo panorámico la vida del antipoeta, no la encontrará en Nicanor Parra, rey y mendigo, de Rafael Gumucio. Por el contrario, su autor intenta borronear esa idea y escribir una vida ajena desde la suya propia: “por eso escribo la vida de otro que no se me parece, pero que también soy yo. Esta no es una biografía de Parra, (…). Miento cuando digo eso, y digo la verdad. Esta no es una biografía de Parra. Esta es una biografía con Parra. Es una biografía contra Parra. Parra es en este libro apenas un abrigo, una máscara más”. Es, quizá, la única manera de escribir su ejercicio biográfico sin traicionar al personaje elegido; mostrar las máscaras, ambigüedades y contradicciones de un hombre que siempre buscó cubrirse el rostro; construir un perfil de mil aristas para quien quería aparecer donde no lo esperaban.

Rafael Gumucio conoció a Parra en los noventa, y el año 2002 lo visitó por primera vez en su casa de Las Cruces. Desde ese año hasta su muerte, en enero de 2018, mantuvieron una constante amistad, también frecuentada por los amigos comunes de la “mafia”, círculo de escritores y amigos alrededor de The Clinic y de la Universidad Diego Portales. Gumucio, junto a Patricio Fernández, Alejandro Zambra o Matías Rivas, entre otros escritores y editores, son los últimos amigos de un hombre que vio pasar casi la mitad de la historia republicana de Chile frente a sus ojos. Este libro, sin embargo, tiene tanto de crónica de esa amistad como de biografía del poeta, lo que puede volverlo tedioso a ratos para quienes se interesan por algo más distante a la subjetividad de Gumucio. Por el contrario, a cada paso que retrocede en el siglo XX chileno —ya sea para recrear el ambiente del INBA en los años treinta, mostrar los círculos poéticos de Neruda, hablar sobre el clan Parra o describir la amistad de “Los inmortales”—, vuelve los ojos sobre su propia vida, perspectiva que ocupa como constante punto de observación del antipoeta.

Parra, el apellido

A pesar de no ser una biografía tradicional, Gumucio relata los pasajes más importantes de la vida de Nicanor Parra, desde su nacimiento en San Fabián de Alico hasta la “resurrección” que le generó su amistad con Roberto Bolaño, poco antes de que éste muriera. Y aunque le interesan más los hechos que no encajan bien y los detalles que revelan las ambigüedades de Parra, no se distancia lo suficiente del personaje principal como para desmitificarlo ni para mostrar algunas facetas del antipoeta que podrían parecer menos dignas de elogio.

Uno de los elementos fundamentales de la vida de Parra es la tensa —y a ratos hostil— relación que tiene con su familia, tanto con sus padres y hermanos como con sus hijos, yernos y nietos. Durante su infancia y juventud, Nicanor se esforzó por alejarse de la pobreza familiar. Su escritura era “una forma de ganar otro premio más de todos los que ganaba el alumno Nicanor Parra a final de año. Le importaba ser respetable porque la otra alternativa, la vida que le esperaba si sus notas de colegio empezaban a ser bajas, lo espantaba”. Esas notas, ese esfuerzo por ser el buen alumno del liceo de provincia era lo que le permitiría alejarse de las peñas, de la carpa del circo, de la mendicidad en las calles de Chillán o Santiago. Ese trabajo intelectual lo alejaba de la pobreza, pero a su vez le produjo una particular orfandad: “quedar desnudo y a la deriva, abrazado a los cuadernos y los libros como único flotador”. Termina siendo el menos Parra de los Parra, pero se convierte, a la larga, en el otro símbolo de esa familia que es una sinécdoque de la nación entera. A su vez, esa “distancia insalvable entre la vida de sus hermanos y la suya hará que juegue el papel más ingrato del circo: el del equilibrista siempre a punto de caer, que atraviesa la cuerda floja de un lado a otro del techo de la carpa”.

La distancia que va estableciendo Nicanor con su familia, regada por anécdotas acerca de su tacañería y su mayor preocupación por su obra antes que por su familia (aunque sin llegar a los niveles de su hermana Violeta), se plasman de manera dramática en la escena en que Clara Sandoval, su madre, llega a instalarse a Santiago. Cuando se encuentra con ella y sus hermanos, Nicanor sencillamente los esquiva. No los rechaza de frente ni les dice que vuelvan a Chillán (tampoco habría tenido autoridad para hacerlo), pero sí les expone la precariedad de su situación, que no tiene trabajo, ni sueldo, ni comida: “La mamá lo mira de arriba abajo en el andén de la estación, con esa seriedad terrible que Nicanor había olvidado por completo. —No te preocupes, Tito. Aquí todos sabemos trabajar. Todos tenemos dos manos. Sigue estudiando, no te preocupes por nosotros —dice la madre antes de perderse con sus hijos, convertidos en una sola manada morena, hambrientos y felices, mientras en el techo de la estación rebota el eco de sus risas”.

Parra, el impredecible

Ya entrados los 2000, Rafael Gumucio, siendo director del instituto experimental de Estudios Humorísticos de la UDP, invitó a Nicanor a dar una clase sobre el humor. En su obra lo hay en abundancia: los artefactos, los poemas narrativos, su constante crítica mordaz son antecedentes suficientes para considerarlo un buen invitado. Sin embargo, al encontrarse con los alumnos, Parra comienza a hablar de métrica, de versos alejandrinos y el romancero español, de poesía cortesana y popular. Lo que sería una conversación distendida sobre el humor se transforma en una compleja explicación sobre la versificación tradicional y cómo el endecasílabo shakesperiano rompe los esquemas. Dice Gumucio: “Esa manía de ser impredecible, ese deber de no estar donde te esperan, era la esencia misma de Nicanor Parra”.

Esa característica la ve Gumucio como una constante del poeta: desde los Poemas y antipoemas hasta los Discursos de sobremesa, pasando por Canciones rusas y Obra gruesa, su escritura siempre buscó el desconcierto de los lectores, acostumbrados a una tradición donde el lenguaje poético y una belleza tradicional de la imagen eran los factores preponderantes. Como decía el mismo Parra, “en cada libro pierdo todos los lectores que conseguí con el anterior”. O, dicho de otro modo, su relación con su campo cultural y poético estaba regida por una búsqueda del quiebre y la innovación cuyo precio estaba dispuesto a pagar.

En suma, Parra se convierte en el antipoeta en un país donde reinaba “el poeta”, entendido como una figura canónica y tradicional y encarnado en Neruda. Dice Gumucio: “Para que el antipoeta haga su trabajo tiene que chocar contra el poeta. No había venido a ser una nueva voz en el parnaso nacional, ni a probar la diversidad de la poesía chilena, sino a romper con todos y con todo”. Parra intenta hacerse un espacio dentro del campo cultural, ocuparlo y monopolizarlo. Se relaciona con los poetas de su generación y con los que le siguen, pero tiene con ellos una relación siempre ambivalente. Encarna una tradición y una ruptura constante, mostrando una actitud algo displicente hacia los reconocimientos, pero buscándolos de manera indirecta. “En el Parra que conocí, convivía ese doble apetito, ser parte de una mafia, un grupo, una secta, y ser distinto a todos. Pensar con los demás y contra los demás. No solo en el fondo sino también en la forma”.

Parra fue confrontacional en su escritura y fuera de ella. Dentro de su obra logró mover el cerco de la comprensión de la poesía e integró de manera dialógica tradiciones distintas a las predominantes en el escenario local. Pero la conjunción entre vida y obra también tuvo un alto precio humano. ¿Qué son, acaso, las polémicas en torno a sus favoritismos familiares y desprecio o la poca atención dedicada a algunos de sus propios hijos? ¿Qué significa el hecho de que, a pesar de su longevidad, no haya logrado dejar sus bienes debidamente heredados? El hombre, al parecer, tuvo conflictos nada de imaginarios.

Parra, el incómodo

Si el lector contemporáneo está acostumbrado a la celebridad actual de Parra, el libro de Gumucio logra reconstruir parte del itinerario que lo llevó a un reconocimiento extendido e incuestionado. El poeta era una figura incómoda no solo en el plano creativo, donde buscaba romper con las tradiciones instaladas, sino también en el plano político. Sus simpatías lo acercaban a la izquierda cultural y llegó a participar como jurado en Casa de las Américas, el organismo oficial de la Cuba castrista. Sin embargo, su cercanía con los poetas hippies y beat y con la tradición anglosajona lo volvieron una figura de escaso compromiso revolucionario. Y para qué decir cuando tomó una taza de té con Pat Nixon o cuando no condenó férreamente el golpe de 1973 y siguió trabajando en la Universidad de Chile: ciertamente, a Nicanor la historia no lo absolvería.

Con todo, en el plano político Parra logra crear una máscara que lo saca de la dicotomía propia de la guerra fría. De ahí su afinidad con la generación beat: “Ante la disyuntiva entre el capitalismo y el socialismo, descubrió en Ginsberg y Ferlinghetti una tercera vía. Su enorme olfato le hizo intuir que esa tercera vía ganaría la guerra, porque EE.UU. era revolucionario antes que la URSS, porque allá la píldora anticonceptiva, el LSD, la guitarra eléctrica estaban llamados a cambiar de plano la discusión”. Poco a poco se va convirtiendo, en palabras de Gumucio, en un anarquista independiente que votaba por la izquierda, en un “liberal anglosajón”.

Lo interesante de esta necesidad de independencia es que busca sacudirse de todo dogmatismo en una época donde el dogma es la norma. Su método, por tanto, es impostar un lenguaje, “hablar con una voz distinta a la suya”, para lo que utiliza la voz profética del Cristo del Elqui, esa figura algo delirante y marginal de la primera mitad del siglo XX: “el Cristo del Elqui no era una máscara solo contra la dictadura, sino también para librarse de la literatura misma. Más que retorno al verso y a la narración, después de haber renunciado a todo eso en los Artefactos, este era el salto final fuera de la mentira de la belleza y la fealdad, del sentido y sin sentido de la poesía, de la literatura misma”. Una vez más, Parra es un soldado que da sus batallas arrancando, que lucha en diagonal para dar golpes en paralelo. No habla directamente, pero su palabra rompe con la poesía y con la política por medio de una máscara que no quiere apropiarse de los triunfos ni de las derrotas. A fin de cuentas, el hablante lírico siempre es otro, siempre está algo apartado del hombre que ocupó esa distancia como ley de vida. Usó, no cabe duda, esa máscara a la perfección. O, como dice Gumucio: “Su poesía era una máscara perfecta quizá justamente porque tenía la misma forma de su rostro”.

Parra, el imposible

Nicanor Parra siempre se mantuvo joven, a pesar de su longevidad. Siempre buscó darle una vuelta al lenguaje y fue capaz de sorprender (y sorprenderse) con las muestras de humor e ingenio. Rafael Gumucio lo muestra en esa constante búsqueda, y es capaz de atrapar los guiños de un hombre que nunca envejeció: sus gestos vehementes, sus frases exageradas, sus muletillas para interpelar a sus visitantes con tal o cual poeta o escritor. Todo lo anterior construye el perfil de un hombre inclasificable, que escapó de su clan para contribuir al mito de aquél, que intentó burlar la muerte para burlarse, en su eterna vejez, de todos quienes lo rodeaban.

A fin de cuentas, todos esos gestos iban escribiendo una historia en el borde del precipicio, que es el lugar desde el cual siempre escribió Nicanor: “¿No era eso lo peculiar de nuestra amistad: que la hicimos al lado de la muerte, o de espaldas a ella? ¿No era eso lo que nos excitaba de la amistad con Parra, la ilusión de que todo era por última vez, la hermosa acrobacia que se acomoda a un paso del abismo?”. Nicanor Parra, rey y mendigo no necesita ser una biografía tradicional para ajustarse al personaje retratado, pues los retazos son la única posibilidad de mostrar a un hombre que siempre intentó esconderse, que siempre tapó su cara con la mano para que el lector se viera obligado a buscar el resto.