Columna publicada el 23.11.18 en Diario Financiero.

Uno de los principales acuerdos entre la derecha, la Concertación y el mundo empresarial de los años 90 fue la invocación de soluciones privadas para enfrentar desafíos de relevancia pública. Es la lógica que explica diversos instrumentos característicos de la época, desde las concesiones a la educación particular subvencionada. El modo específico en que se articuló y justificó este elenco de instituciones admite legítimas críticas, pues el discurso dominante por momentos redujo la sociedad civil al puro mercado, y en otras ocasiones olvidó la existencia de fenómenos colectivos de alcance más amplio. Lo central, sin embargo, es que tales instrumentos e instituciones respondían a un principio fundamentalmente correcto: la provisión de bienes públicos no es un patrimonio exclusivo del Estado. El mismo principio que hoy, de la mano de la ruptura de los consensos de la transición, se encuentra bajo seria amenaza.

Basta recordar lo ocurrido hace poco más de una semana con el presupuesto asignado a los organismos colaboradores del Sename. Pese a la enorme tribuna que –con toda justicia– ha alcanzado el drama de la infancia vulnerable, la Comisión de Familia de la Cámara de Diputados rechazó el incremento de la subvención para aquellos organismos de la sociedad civil que trabajan con los menores más necesitados. Finalmente, se logró reponer los dineros en la Comisión de Hacienda (aunque se mantuvo la negativa del PC y buena parte del Frente Amplio). Pero el solo hecho de tener que llegar a esta instancia refleja no sólo un lamentable desconocimiento acerca de las dinámicas y dificultades que esas entidades viven a diario, sino ante todo el escepticismo con el que ciertos grupos políticos miran a las asociaciones de particulares. Se trata del mismo recelo que se observa en debates muy diferentes. Desde la Teletón, a la que no pocos critican simplemente por su carácter no estatal, hasta la objeción de conciencia institucional en materia de aborto, que algunos quieren negar sin importar la eventual marginación de la red pública de salud de centros médicos competentes y cuyos servicios benefician a familias de escasos recursos.

Detrás de todo esto subyace un debate muy profundo, consistente en la manera de comprender el espacio público y, por tanto, en el papel que se le reconoce a la sociedad civil organizada. Hay quienes identifican lo público con lo estatal, ya sea de forma directa, o bien –como “el otro modelo”– restringiendo la participación en la vida pública sólo a aquellas asociaciones que se someten a las lógicas del Estado, aún si esto implica abandonar su ideario o propósito fundacional. Sería un severo error asumir que la baja popularidad del segundo gobierno de Michelle Bachelet o el resultado de las últimas elecciones presidenciales significaron el término de ese debate. En rigor, la discusión sigue más viva que nunca, en la medida en que la nueva izquierda impulsa –bajo este prisma– un proyecto político tanto o más radical.

Desde luego, todo esto debiera ser una preocupación de primer orden para la derecha política y el mundo empresarial. No sólo porque la legitimidad de los mecanismos de mercado será difícilmente defendible si el rol público de las agrupaciones de ciudadanos continúa siendo minusvalorada. Sucede, además, que si aquí hay en juego algo más que la defensa de intereses propios, es indispensable sacar la voz y reivindicar las credenciales de la sociedad civil cuando ella es injustamente menospreciada.