Columna publicada el 18.11.18 en La Tercera.

Ricardo Palma Salamanca (1969) y Jaime Guzmán Errázuriz (1946) tienen cosas en común. Ambos se decidieron, muy jóvenes, a vivir peligrosamente. Ambos se entregaron a proyectos superiores a ellos mismos. Ambos se consideraban patriotas. Y ambos estaban dispuestos a dar la vida por sus ideas.

Pero también hay grandes diferencias entre ellos. Guzmán era católico, por lo que sus esperanzas se dirigían hacia una vida después de la muerte, mientras que Palma es ateo y marxista, por lo que soñaba con un paraíso en este mundo. Guzmán combinó, además, una rigurosa formación intelectual con una gran habilidad política, mientras que a Palma sólo le alcanzó para algún entrenamiento militar y uno que otro manual de marxismo. El primero, finalmente, participó de una revolución triunfante, mientras que el segundo encarna la desesperación de los derrotados en su propio juego.

Cuando Guzmán tenía la misma edad que el Palma que lo asesinó -21 años-, ya era un respetado dirigente político universitario, opositor de la toma de la UC de 1967. A los 27 años, la misma edad que Palma tenía cuando huyó de la cárcel, Guzmán había comenzado a integrar la comisión que dio origen a la Constitución de 1980.

El fundador del gremialismo, a diferencia de Palma, nunca mató ni secuestró a nadie, ni dio la orden de hacerlo. Tampoco hizo daño a nadie por dinero. Su mala conciencia, que probablemente la tenía, provendría del hecho de haberse visto involucrado, como dirigente político, en una dictadura que sí mató y secuestró por razones políticas.

Esto último, en todo caso, no es menor, especialmente para un creyente. Es sabido que Guzmán, luego de su periodo senatorial, anhelaba dedicarse a la salvación de su alma, asumiendo una vida monacal. Eso, si es que no llegaba antes el martirio en manos de la izquierda comunista, a la cual consideraba una fuerza demoniaca. Martirio que, Guzmán pensaba, entrega un atajo para la “bienaventuranza”, y que llegó ese 1 de abril de 1991. No por nada Guzmán, según quienes lo vieron en su momento final, murió en paz.

Hoy Palma es cinco años mayor que el Guzmán que asesinó. Su sueño de “frentista patriótico” se convirtió en una vida de prófugo y delincuente, sin gloria ni patria. La ilusión comunista se reveló como una gran patraña criminal, y se derrumbó por completo. Y ahora ha decidido jugar la indigna carta del patetismo ante una Francia que sigue queriendo creer que los rifleros de izquierda latinoamericanos son “buenos salvajes”. Su vida en este mundo, la única en la que cree, se volvió una farsa y un desperdicio.

Pero aún así, y a pesar de las garantías actuales, no quiere volver a la cárcel a pagar por sus crímenes y buscar, al menos, una redención terrena. Quizás prefiere imaginar que esos muertos no son suyos, que esas vidas dañadas le son ajenas, que los secuestros y los dedos cortados pertenecen a personas que no conoció, y que sus sombras no lo perseguirán hasta el último segundo de su existencia. Quizás piensa, ingenuamente, como tantos torturadores y asesinos de la dictadura, que la mentira lo hará libre, y que no deberá enfrentar, tarde o temprano, el reflejo implacable de su verdadero rostro.