Columna publicada el 13.11.18 en El Líbero.

La semana pasada despegó el primer vuelo hacia Haití del plan de “retorno humanitario” organizado por el gobierno. Como era lógico, las reacciones en redes sociales no se hicieron esperar, y la desmesura fue la tónica: algunos llegaron a comparar el plan con la situación de Ruanda, otros incluso con el Holocausto.

Es cierto que este plan no ofrece una solución integral ni suficiente a los efectos de los flujos migratorios, pero denunciar que Chile –y sus gobernantes– son unos indolentes que sonríen a las cámaras mientras los inmigrantes suben al avión tiene bastante de caricatura. La discusión sobre este plan de retorno –y sobre la inmigración en general– ha estado rodeada de comentarios de este tipo, que reducen y ocultan realidades más complejas, y que tildan de ignorante a cualquiera que muestre algún recelo al respecto. Así las cosas, no es ilógico suponer que, como ha ocurrido en otras latitudes, los discursos puedan extremarse.

En este contexto, más que escandalizarse por la supuesta debacle moral de nuestros compatriotas, es necesario preguntarse qué efectos ocultos del fenómeno migratorio pueden explicar el éxito mediático de este tipo de medidas. Dicho de otro modo, la tarea consiste en explorar qué hay en la cotidianeidad de algunos chilenos que los lleva a rechazar la inmigración. Ciertamente, la evidencia sugiere que la entrada masiva de extranjeros no ha causado efectos negativos en el país en ámbitos como el trabajo, pero eso solo refuerza la necesidad de intentar comprender por qué, según una encuesta CEP del 2017, hay un 40% de chilenos que sí percibe consecuencias.

En este sentido, si el Ejecutivo mediatiza excesivamente el plan de retorno, o utiliza cada vez con mayor frecuencia la retórica de “ordenar la casa”, no es simplemente porque estemos gobernados por gente deseosa de hacer el mal. La insistencia con este tipo de discursos es un síntoma de que funcionan como herramienta política, y de que hay sectores a los que “ordenar la casa” les hace sentido, por crudo que el discurso pueda ser. Y si la estrategia tiene éxito es, en parte, porque ocupa un lenguaje que se puede asociar fácilmente con la seguridad y la delincuencia, temas que copan la agenda pública con regularidad. Si la misma ciudadanía  –reforzada de forma constante por las autoridades– asocia delincuencia e inmigración, la retórica adquiere consistencia, porque significa que el gobierno se estaría haciendo cargo de uno de los factores que supuestamente inciden en su propia seguridad, aunque no tengamos evidencia clara de ese vínculo.

Ahora bien, que el discurso sea eficaz políticamente, y que una parte significativa de la ciudadanía lo apoye, no significa que sea idóneo para resolver los problemas subyacentes a la inmigración. En la actualidad, la política migratoria del gobierno ha estado orientada principalmente hacia la regularización, y a hacer más eficiente la labor del Departamento de Extranjería. Pero si lo que se quiere es abordar el asunto en toda su dimensión, ambos aspectos son insuficientes.

La imposibilidad de regular definitivamente los flujos migratorios es un hecho, por lo que la retórica de “ordenar la casa” tiene fecha de caducidad, y a mediano plazo se va a agotar como herramienta política. Así ocurrirá también con la eficacia de las políticas que derivan de ella, como el plan de “retorno humanitario”. Por lo tanto, si el gobierno quiere seguir obteniendo réditos de la inmigración, e imponer alguna clase de conducción en este tema, debe asumir que la inevitabilidad del fenómeno migratorio exige abordar también los asuntos relacionados con la integración y la convivencia. La casa estará habitada cada vez por más migrantes, de modo que solo integrándolos debidamente podremos mantenerla ordenada en el mediano y largo plazo.