Columna publicada el 06.11.18 en La Segunda.

Pese al titubeo inicial, Evópoli se sumará al requerimiento contra el reglamento que regula la objeción de conciencia institucional (OCI) en materia de aborto. Y aunque más de alguien se sorprendió, lo curioso habría sido que este partido se restara del debate. Éste no trata primariamente sobre aborto, sino acerca de la relación entre el aparato estatal y la sociedad civil. Acá hay en juego bienes muy relevantes para el conjunto del oficialismo y también para el mundo decé y la izquierda moderada (que, sin embargo, parecieran no advertir la profundidad de la disputa).

Ante todo, ella se refiere a la libertad de asociación. Las libertades civiles básicas –conciencia, expresión, educación– no se cultivan en el vacío, sino junto a otros. De ahí la importancia de proteger las agrupaciones que libremente conforman los ciudadanos. Desde luego, dicha protección no es ilimitada, pero al menos supone la efectiva posibilidad de desarrollar los idearios que le otorgan sentido a ese actuar colectivo en el ámbito artístico, cultural, educacional, etc.

Por lo mismo, la discusión también remite a la vigencia del pluralismo en nuestra sociedad. Si apreciamos la existencia de diferentes visiones de mundo que dialoguen y se confronten entre sí de manera razonada, lo mínimo es permitir que esas visiones puedan desplegarse. Si, en cambio, se impone a las organizaciones de la sociedad civil un único modo de comprender la medicina como condición para recibir subsidios –la consecuencia de negar la OCI–, el cuerpo político se vuelve más uniforme y homogéneo.

Aquí es donde este debate conecta con el significado que atribuimos a lo público. Lo público, en la medida en que implica la coexistencia del Estado y la sociedad civil (y no sólo al primero), es necesariamente plural. Hannah Arendt explica que uno de los factores tras el horror de la experiencia totalitaria fue, precisamente, el menosprecio de ese amplio y diverso tejido social. Cualquiera que entienda que lo público no es idéntico a lo estatal, sino más bien lo común –aquello que pertenece a todos–, debiera rechazar el afán de exigir a las agrupaciones sociales que se comporten tal y como si fueran un ente burocrático más.

Y dado que ese afán no tiene respaldo jurídico, acá también se juega el respeto al Estado de derecho. Conviene recordar que la libertad de asociación tiene rango constitucional y se encuentra reconocida por tratados internacionales vigentes en Chile; que la ley de aborto –obviamente– no impone un deber de prestar abortos a todos los centros médicos particulares; y que esa misma ley contempla en forma expresa la OCI. Un mero dictamen de Contraloría (aunque parezca insólito, la discusión actual se origina en eso) no basta para cambiar esta realidad.