Columna publicada el 12.11.18 en La Tercera.

En su clásico libro “El quiebre de la democracia en Chile”, el académico Arturo Valenzuela explica que una de las principales razones del colapso institucional del gobierno de la Unidad Popular fue la ausencia de un centro político capaz de articular las diferencias. No sorprende, entonces, que la recuperación de nuestra democracia haya tenido como piedra angular -y a ratos excesiva-la búsqueda de consensos, política tan desdeñada desde el 2011 en adelante. La experiencia parece mostrarnos que cuando se debilita la capacidad mediadora del centro, las sociedades tienden a polarizarse y disminuye el entendimiento entre los distintos sectores y partidos.

En esta línea, el desafío que tiene la Democracia Cristiana es mayúsculo. Con un manifiesto quiebre interno luego de sus años dentro de la Nueva Mayoría y estando muy reducida electoralmente, facilitar el diálogo y los acuerdos pueden ayudarla a salir de su crisis actual, en la medida que sirva como pivote de los compromisos políticos del Chile postransición. En ese sentido las declaraciones de su presidente, Fuad Chahín, después de su junta nacional (“la DC es un partido de diálogo”), la relativa colaboración que ha mostrado hacia el gobierno -especialmente con respecto al proyecto “Aula Segura”- y la reflexión interna mediante la cual se ha querido distanciar de Convergencia Progresista (el acuerdo entre PS, PR y PPD), pueden dar señales de una nueva disposición para articular un centro político.

Esto cobra relevancia si consideramos la discusión pública de las últimas semanas, que ha puesto especial atención a los fenómenos populistas y a las amenazas que se ciernen sobre la democracia. Asimismo, el éxito electoral de Trump y Bolsonaro, entre muchos otros, ha demostrado que los discursos provocativos y polémicos traen réditos políticos. En el escenario chileno, basta ver la atención que suscitan los debates entre personajes como Camila Flores o Gonzalo Winter para darse cuenta que no somos ajenos a caer en los extremos.

Por su parte, la campaña que trajo a Sebastián Piñera a su segunda presidencia enfatizó el mensaje de una nueva transición. Si bien hay muchas diferencias que hacen de aquel mensaje algo equivoco -hay una democracia consolidada, y el escenario de la transición es radicalmente distinto al contexto actual-, el papel fundamental que jugó el centro político en los años noventa es algo que merece ser observado. Sea que ese rol lo cumpla una DC abierta al diálogo con el oficialismo o una centroderecha con vocación de mayoría, está claro que el cuidado de la democracia está directamente relacionado con una razonable apertura a los consensos y al diálogo. Una vez abiertos a ello, quizás podremos alejar los fantasmas que aparecen -no por azar- en otros escenarios del continente.