Columna publicada el 15.11.18 en The Clinic.

Dicen algunos que con la detención de Pinochet en Londres concluyó la transición, y con su fin empezó a correr el reloj de este país que aún no comprendemos del todo. Otros dirán que el hito clave fue en 2006, con la revolución pingüina, o el 2011, con las movilizaciones estudiantiles. Pero parte importante del Chile actual empieza a fraguarse ese año, unos meses después de celebrar los goles de Marcelo Salas en el mundial de Francia. En ese entonces, a mis nueve años, no entendía del todo las reglas del fútbol, por lo que nunca supe bien por qué celebramos un empate con Camerún como un triunfo histórico. Tampoco entendía bien las implicancias de que Augusto Pinochet, personaje eterno del noticiario y de los diarios, fuera detenido en una clínica londinense. Probablemente no fui el único: mientras la izquierda creyó que era el fin de la impunidad del general, la derecha pareció creer, por un buen rato, que todo seguiría igual.

Pinochet murió varios años después sin una condena judicial, y nada en la derecha ni en el país siguió de la misma manera. Pero ya desde su detención la sensación de fragilidad que había embargado a las instituciones democráticas desde el fin de la dictadura comenzó a desaparecer. El pasado podía abordarse de frente, y la democracia se había consolidado lo suficiente como para no temer el retorno de un gobierno autoritario ni el caos de la lucha armada.

Había todavía muchas cosas que repensar, sobre todo alrededor del orden constitucional, pero ya no existía el miedo de que las amenazas propias de la guerra fría ganaran la partida.

La detención de Pinochet también sirvió de excusa para la creación de este medio. Con irreverencia, agudeza y mordacidad, The Clinic ha conjugado en estas dos décadas el periodismo de alto vuelo —especialmente en sus entrevistas y reportajes— con la búsqueda del humor ingenioso e hiriente, pero también con la risotada fácil y a ratos vulgar. En sus comienzos era la representación exacta de los enfant terrible de la izquierda que habían quedado fuera de la política: una vez derrotado el régimen, los padres asumieron el control político, mientras que los hijos no tenían claro qué hacer. Sin embargo, cuando el eje de la discusión cambió el 2011, The Clinic quedó en un lugar incómodo. Habiendo sido un paladín de cierto progresismo, muchos de los nuevos actores identificaron el medio con las mismas dinámicas de la Concertación que había sido puesta en entredicho.

En 1998 Chile era un país más empaquetado, y proponerse la misión de despeinarlo y hacerlo reír parecía necesaria. Sin embargo, dos décadas después no pecamos de exceso de seriedad o gravedad —a excepción de los millennials, ese grupo tan presto a ofenderse por cualquier humor un poco ácido—. Estamos, sí, en presencia de algunos nuevos puritanismos (aunque de signo opuesto a los noventeros), pero el problema principal pareciera ser la liviandad y velocidad con que todos nuestros debates son abordados. Frente a esto, el humor debe invitar no solo al escándalo y a la risa, sino también a la reflexión. La misión, como los tiempos, ha cambiado: ahora lo importante es que la sátira y la irreverencia no busquen puramente bajar a los dioses del Olimpo, sino mostrar los puntos ciegos de un país que lleva demasiados años moviéndose a favor del viento.