Columna publicada el 09.11.18 en Diario Financiero.

Todas las grandes obras de la humanidades han demandado el esfuerzo de varias generaciones. Y uno de los problemas de ser humano es notarlo, sabiendo al mismo tiempo que nuestro aporte, como individuos, será tremendamente parcial. Un granito de arena. Querríamos que fuera más. Querríamos abarcar más. Pero la condición humana es esa: una finitud fugaz capaz de percibir lo infinito.

De nosotros, de nuestros afanes, no quedará casi nada. Menos todavía en Chile, donde los terremotos, los incendios y el mar amenazan todos los rastros de la vida humana. La mayoría de nuestras disputas políticas y económicas no será siquiera pie de página en los libros de historia. Todas las angustias, los miedos, las esperanzas pasarán. Al polvo se sumará, no muchos años después, el olvido.

¿Cómo dejar algo valioso en este mundo? ¿Qué es valioso? No el dinero, por cierto. Lo único que mantiene su valor a lo largo de las fluctuaciones de la historia es aquello que nos conecta, justamente, con la historia grande, y con lo infinito. Es decir, la cultura, las instituciones y la religión.Los museos, las galerías, las universidades, las iglesias. El arte, las colecciones, la educación y la fe.

Yo, que no nací en Chile y fui apátrida hasta los dos años, y que luego crecí en el sur, entre alemanes, aprendí lo que significaba ser chileno porque mi abuela me llevaba, cuando yo tenía diez años, a los museos del centro de Santiago. A la Plaza de Armas. A la Catedral. A ver los cuadros de Matta, la ropa de O’Higgins, los corazones de los mártires de La Concepción. Y aprendí lo que significaba ser latinoamericano en el Museo de Arte Precolombino, leyendo la historia y observando los restos materiales de las culturas con las cuales el español cruzó su destino.

Cuando tuve la suerte de poder viajar más, más viejo, me topé con chilenos maravillados con los museos de otras partes del mundo, pero que nunca habían visitado los nuestros. Con compatriotas felices de disfrutar el teatro y los musicales en Londres, pero que no habían puesto un pie en el GAM. Como si la cultura fuera algo que sólo se puede adquirir y gozar más allá de nuestras fronteras.

A veces pienso que es esta mentalidad, además de otros factores, la que hace que la empresa esté tan divorciada del mundo cultural en Chile. Si las élites económicas viven lejos de lo que nos trasciende, aferradas al trajín diario y considerando la cultura como algo de las vacaciones fuera de Chile, ¿cuál será su legado?

Si usted vive en Santiago, lo invito a llevar a sus hijos o nietos al centro este fin de semana, aunque haga calor. O, por último, tomar el Metro y partir en solitario. Y hacer el recorrido que me regaló mi abuela hace casi un cuarto de siglo, sumando al GAM, que en ese entonces no existía. Y mientras lo hacen, le propongo pensar cómo, desde su posición, podría hacer algo para que lo decaído florezca, y lo florecido no decaiga en medio de los recortes anunciados para poder financiar la flamante burocracia cultural.