Columna publicada el 04.11.18 en El Mercurio.

Habiendo obtenido poco más de cincuenta y siete millones de votos, Jair Bolsonaro fue electo Presidente de Brasil. El dato puede resultar incómodo, pero tendremos que habituarnos a convivir con él. Así, llega a nuestro continente una marea que nos parecía lejana, pero que es moneda corriente en Estados Unidos y buena parte de Europa: ciertos discursos de derecha son muy efectivos a la hora de captar el favor de un electorado descontento, frustrado y que no quiere saber nada más de las élites tradicionales.

La pregunta es, desde luego, si contamos con herramientas para comprender lo que está ocurriendo en Brasil y en el mundo. El concepto de populismo es tan útil como limitado, pues se ha impuesto un uso meramente peyorativo del término: tendemos a calificar como populista aquello que rechazamos, sin darnos el trabajo de atender a sus causas más profundas. Además, la noción de populismo sigue siendo vaga: los hay de muchos tipos, en diversas variantes ideológicas y con distintos grados de intensidad. La interrogante sería entonces qué tipo de populismo tenemos frente a nuestros ojos, y allí las respuestas son más difusas.

En rigor, me temo que no contamos con categorías ni lenguaje apropiados para describir el estado actual del mundo. Quizás el principal motivo que explica nuestra anemia conceptual es que hemos adherido -de modo más o menos consciente- a una retórica progresista que nos impide tomarnos en serio aquello que no encaja en dicha narrativa. En otras palabras, tenemos la certeza inconmovible de que avanzamos hacia un horizonte de expansión ilimitada de los derechos individuales, de la globalización comercial y del imperio del derecho internacional. En esa lógica, las fronteras y estados nacionales estarían condenados a diluirse, para dar lugar a una humanidad indiferenciada, pacífica y perfectamente atomizada. Ya no habría política ni gobierno, sino solo “gobernanza” por medio de técnicas y procedimientos anónimos. Se trata del orden universal y homogéneo profetizado por Kojève -el hegeliano más importante del siglo XX- y divulgado más tarde por Fukuyama en su célebre libro sobre el fin de la historia.

Al interior de esa lógica, todo aquello que se desvía del camino trazado representa una anomalía, algo que no entendemos ni queremos entender (pues nadie quiere entender aquello que contraría su fe). Desde esta óptica debe comprenderse que, hace no mucho, un tipo tan preparado como Emmanuel Macron -encarnación suprema de las elites cosmopolitas- se haya referido a la “lepra populista”. La lepra es una enfermedad que la ciencia puede curar y eliminar, pero que no juega papel alguno en nuestro futuro ni merece mayor reflexión. La lepra se extirpa, y ya está. Aquí reside la principal dificultad: si no somos capaces de diagnosticar adecuadamente lo que está ocurriendo, nuestra acción se volverá necesariamente vana. Si el juicio de Macron es equivocado, no podrá hacer nada contra esa lepra, y terminará pagando muy caro el facilismo.

En ese sentido, puede pensarse que Bolsonaro -como Trump, como Orban, como Salvini, y como otros que vendrán- es un síntoma de fenómenos mucho más amplios que recién empezamos a vislumbrar. El orden que emergió después de la caída del Muro (y que inspiró el libro de Fukuyama) se está resquebrajando. Todo indica que se avecina un período de tensiones fuertes y ajustes dolorosos, y no van en la dirección esperada. Nos encontramos frente a una serie de factores cuya combinación puede ser bastante explosiva: China busca romper la hegemonía de Estados Unidos, la globalización tiene efectos devastadores en muchas zonas del planeta, las corrientes migratorias ejercen una presión que será cada vez más difícil de controlar, la Unión Europea ha perdido legitimidad y pertinencia, el terrorismo musulmán sigue amenazando, y todo esto sin mencionar los efectos ecológicos que produce nuestro modo de vida. Para peor, las clases dirigentes no pagan los costos asociados a esta inestabilidad y, por lo mismo, se desconectan de los pueblos que deben gobernar. Como fuere, el hecho es que el consenso de Washington y los esplendorosos años ’90 se fueron, y no volverán. El momento Trump no es el momento Clinton, y solo una mente muy estrecha puede culpar de eso a la persona de Donald Trump.

No debe extrañar entonces que las masas se refugien en discursos que buscan restablecer ciertos marcos de protección: Estado fuerte, identidad nacional, fronteras, seguridad, y preservación de bienes culturales que se ven amenazados. No sabemos si dicho experimento tendrá algún éxito (el remedio puede ser peor que la enfermedad), pero es una reacción más o menos natural en función de la incertidumbre y de la nula respuesta de las dirigencias tradicionales. Una sola cosa parece segura: el mundo de los próximos decenios será mucho más turbulento que el que hemos conocido.

Nuestro optimismo metafísico será sometido a dura prueba. O, como decía Toynbee, History is again on the move.