Columna publicada el 04.11.18 en El Mercurio (en coautoría con Jaime Bellolio, diputado UDI).

El conflicto entre el Gobierno y la Contraloría por el reglamento de objeción de conciencia institucional no gira en torno al aborto, sino a la naturaleza de lo público. Si se considerara de verdad que una unidad de ginecología y obstetricia que no practica abortos es inútil, dichas unidades en los dos hospitales estatales en los que los médicos obstetras han objetado en todas las causales deberían ser clausuradas. Sin embargo, eso no ocurrirá, porque se sabe que no son inútiles. El tema no es el derecho a abortar. El problema es otro, y la centroderecha no debe dejarse confundir, dividir ni chantajear creyendo ver “paradojas” donde no las hay.

La posición que el contralor intenta imponer es que el régimen institucional de lo público debe ser el mismo que el de las instituciones del Estado. Es decir, una versión levemente más sofisticada de la idea de que lo público es lo mismo que lo estatal. De esta manera, el contralor intenta contrabandear por la ventana una visión política, la del “otro modelo”, que, dicho sea de paso, fue ampliamente derrotada en la última elección presidencial. El fondo de la discusión es, entonces, respecto del rol de los privados y la sociedad civil en la provisión de bienes públicos. Y, en esta materia, no hay dos visiones dentro del pacto gobernante.

Si algo tiene en común toda la centroderecha, e incluso la Democracia Cristiana histórica, es la defensa del rol público de los privados y de la sociedad civil, respetando sus idearios institucionales y no sometiéndolos al lecho de Procusto del régimen de las instituciones estatales. No por nada el principio de subsidiariedad se encuentra consagrado o implicado en la declaración de principios de todos los partidos mencionados. La diversidad institucional de lo público ha sido y sigue siendo la mejor protección disponible para la protección de las libertades personales respecto de las usurpaciones estatales, así como la única traducción política confiable de lo que significa una sociedad pluralista. Asimismo, la participación de los privados y la sociedad civil bajo sus propias lógicas ha demostrado ser, en muchos casos, un complemento insustituible de la acción estatal en la provisión de bienes fundamentales.

Algunos columnistas han intentado confundir a la opinión pública argumentando que no puede haber tal cosa como una “objeción de conciencia institucional”, porque las instituciones no tienen conciencia en el mismo sentido que los individuos humanos. Este argumento pretende desconocer la importancia de las ficciones jurídicas como una herramienta del Derecho para lograr procesar ciertas realidades y proteger ciertos bienes jurídicos particularmente complejos. Basta señalar que hoy a nadie le causa extrañeza hablar de la “personalidad jurídica” de las organizaciones, ni tampoco de su conciencia ecológica o social, o de su responsabilidad penal.

Lo cierto es que la única manera de que convivan en paz distintas concepciones del bien en el espacio público, en tiempos de desacuerdos morales cada vez más agudos, es lograr una configuración institucional que les permita a todos aportar al bien común, pero sin renunciar o pasar a llevar los principios que le dan sentido y orientación a muchas instituciones privadas y de la sociedad civil. No debería haber disenso sobre este punto. Y la izquierda -que cuenta con una tradición pluralista mucho más rica y potente que el estatismo monocromo que se volvió hegemónico en su interior- también debería abrirse a esta realidad, pues fue justamente el error de los socialismos reales -que hoy vemos repetido en Venezuela y Nicaragua- el tratar de someter la riqueza y diversidad social al pesado molde del Estado, en vez de construir estados que respetaran y se nutrieran de esa diversidad, orientándola hacia el bien común.