Columna publicada el 16.10.18 en El Líbero.

Después del primer trasplante a una mujer haitiana en Chile, algunos señalaron que no correspondía donar órganos a inmigrantes. Si dono mis órganos, decían, tiene que ser a chilenos. Así, se lanzó una campaña por redes sociales que llevaba como nombre el título de esta columna.

El escándalo fue mayúsculo y el mundo de twitter cayó en su habitual (y tedioso) minuto de odio. No se puede negar que la campaña aporta poco a la discusión pública, pero el hecho también manifiesta con claridad que en nuestro país existen personas que miran con extremo recelo la llegada de inmigrantes, y vale la pena preguntarse por las causas de este fenómeno.

La tarea no es sencilla, pero un primer factor a considerar podría ser el desequilibrio en la distribución de los costos de la inmigración. Es diferente hablar de inmigración desde el sector oriente de la capital que hacerlo desde las comunas con mayor porcentaje de población extranjera, como Independencia, Ollagüe o Recoleta. Las comunas que acogen más extranjeros no se caracterizan precisamente por la holgura de sus recursos y, por tanto, quienes sufren  mayores dificultades con la llegada de inmigrantes no son las élites, sino los sectores más vulnerables. Son estos últimos los que ven en los extranjeros una competencia directa por trabajo, vivienda y provisión de servicios. Nada de esto justifica actitudes indeseables, pero nos ayuda a entender la complejidad de la situación.

De hecho, a pesar de que evidencia relevante sugiere que los flujos migratorios aún no han generado consecuencias negativas en temas como el trabajo o la delincuencia, la lógica de los promedios tiende a invisibilizar a quienes sí se han visto afectados, borrando del mapa posibles tensiones subyacentes. Así, cuando el 41% de los chilenos declara que los inmigrantes son una limitante para encontrar trabajo, esto se desestima como una mera percepción fundada en la ignorancia de los datos. De la misma forma, se asume que si el 67% de los inmigrantes cree que su condición de extranjeros dificulta su acceso a la vivienda, eso no admite más explicación que un racismo estructural. No sorprende, entonces, que reparos sensatos sean bloqueados a prioripor una parte de la opinión pública, que tilda de discriminadores a quienes los emiten, creyendo —ilusoriamente— que el problema se agota allí, y sin advertir que se trata de una realidad que exige ser abordada.

En las percepciones puede haber información valiosa que permita hacer frente a las dificultades, que quienes dan el grito en el cielo frente a cada porcentaje no han conseguido resolver. Antes de intentar corregir opiniones, o de caricaturizar a quienes representan, es necesario entender qué hay detrás de cada una de ellas; así podrán surgir mejores intentos por abordar el fenómeno en toda su dimensión.

Esto adquiere especial relevancia, sobre todo, en momentos en que el debate parece dirigirse hacia la regulación de la entrada y salida de extranjeros. Un tratamiento integral de la inmigración debiera incluir la reflexión sobre cómo gestionar las relaciones entre los que están y los que llegan, porque una de las condiciones de éxito del proceso es hacerse cargo de los problemas que derivan del encuentro y la integración. Paradójicamente, el cambio en las percepciones depende de esto último, y no de negarlas o despreciarlas.