Columna publicada el 14.10.18 en El Mercurio.

La izquierda nacional e internacional está mucho más extraviada de lo que pensábamos. No hay otra conclusión posible si consideramos su frenética reacción tras la elección presidencial realizada en Brasil el domingo pasado: cuando la voluntad popular no es la que espera, el progresismo imperante deja ver todas y cada una de sus miserias intelectuales. La sorpresa y la desazón son tan profundas que solo atinan a proferir, multiplicar y acumular los epítetos: fascista, homofóbico, racista, populista, junto con toda la gama semántica conexa.

La esperanza oculta -y, hay que decirlo, deudora del pensamiento mágico- es que basta con la mera acumulación de adjetivos para neutralizar lo que se considera peligroso. Esto se combina con una suerte de compulsión por fijar, aunque solo fuera discursivamente, aquella realidad cuyos contornos nos resultan desconocidos. El progresismo busca certezas en un mundo que ha dejado de proveerlas, busca orientarse en un mundo que perdió su norte. En una palabra, busca su propia fe. Así se explica también el moralismo que ha dominado la discusión: Bolsonaro sería la manifestación de un mal que debe ser erradicado. La primera exigencia es criticar cuanto antes lo que ocurrió en Brasil. De hecho, si usted aún no ha expresado públicamente su condena total al personaje, más le vale hacerlo pronto, pues los herejes y desviacionistas serán denunciados en la plaza pública. ¿Cómo podría alguien tener la extraña idea de manifestar la menor simpatía con alguien que bordeó los cincuenta millones de votos?

Sin embargo, todo indica que el problema es algo más complicado. La moralina suele primar allí donde no se comprende, ni se quiere comprender. La realidad escapa tan radicalmente a nuestras concepciones, que resulta más cómodo criticar sin tomarse en serio la realidad. Si el progresismo está tan confundido, es porque carece de herramientas conceptuales para aproximarse a fenómenos como el de Bolsonaro, más allá de la pose propia del esteta moral (cuya principal característica es la certeza de estar en el lado correcto). En rigor, el relato progresista nos ha hecho creer que el mundo avanza hacia un mundo más o menos pacificado, de expansión ilimitada de los derechos individuales, y donde el despliegue de aquello que Marx llamaba cosmopolitismo burgués no encuentra obstáculo alguno. El relato también afirma que las incómodas rémoras del pasado son solo eso, resabios en extinción. De allí la perplejidad frente a resultados democráticos que contradicen esa tendencia, resultados que muchos no logran integrar en su esquema mental. Ni el Brexit ni Trump ni Bolsonaro caben en una cosmovisión progresista que solo admite un sentido, y que se cierra al acontecimiento inesperado. ¿Cómo explicar que emerja una y otra vez aquello que debería estar hace tiempo en los basureros de la historia? ¿Cómo es posible que Trump haya sucedido a Obama? ¿Por qué las masas se resisten a aceptar el destino que las élites han planeado para ellas con tanta benevolencia?

Desde luego, la dificultad reside en que dicho relato es fundamentalmente falso, y no permite comprender lo que está sucediendo en el mundo. Por cierto, nada de esto quita que el discurso de Bolsonaro sea extremo, inaceptable y peligroso, en la medida en que alimenta pasiones que luego es muy difícil controlar. Con todo, hay una falla muy seria en el radar de la izquierda, que le impide siquiera vislumbrar que el fenómeno no se agota en la maldad moral. Cierto progresismo cree que el futuro le pertenece por derecho propio (según ellos, la derecha gobierna solo de modo accidental); y, por lo mismo, se da el lujo de desconectarse de las masas, para sorprenderse luego a la hora de pagar la cuenta. En ese contexto, el trabajo de los provocadores solo consiste en volver a conectarse con aquello que otros han decidido abandonar. Guste o no, Bolsonaro es mucho más efecto que causa: efecto de la corrupción de todo el aparato político, efecto de la inseguridad, efecto del deterioro económico, efecto, en fin, de una crisis muy profunda que afecta a todo el sistema. Frente a estos desafíos, la izquierda (incluyendo la criolla: ¿alguien tendrá el coraje de darnos una explicación?) no halló nada mejor que defender -contra toda evidencia- la candidatura de Lula. A fin de cuentas, Bolsonaro es un hijo no reconocido de quienes dicen combatirlo.

La tarea es ciertamente dolorosa, pero si la izquierda no se decide a explorar las causas intelectuales que la han conducido a este incómodo lugar, se condenará a los estrechos márgenes de la queja moral y el tono plañidero. Estos pueden resultar muy reconfortantes desde un punto de vista personal, pero son inoperantes desde una perspectiva política. La pregunta, claro está, es si acaso la izquierda todavía está interesada por la política. Mientras más tarden en responder, más Bolsonaro aparecerán en su camino.