Columna publicada el 30.10.18 en El Líbero.

Es un lugar común decir que las elecciones se ganan para gobernar, y que gobernar implica promover tus ideas. Pero basta con observar la actitud errática del Ejecutivo para recordar que lo obvio nunca es tan obvio.

Uno de los ejes centrales que han marcado la discusión entre izquierda y derecha de los últimos años es con cuánta simpatía se mira a la sociedad civil. El gobierno de Bachelet II —la política de “El otro modelo”— mira a las asociaciones (muy centralmente a las universidades, colegios, hospitales y clínicas) con sospecha. Lo que se busca allí es que, en lo posible, imiten las formas y lógicas del Estado, que es considerado el paradigma de lo público. La visión opuesta, la de la subsidiariedad, la mira con mayor simpatía, y piensa que lo público se juega precisamente en la diversidad, dinamismo y riqueza de esas asociaciones. Ahora, algo básico en esa diversidad es la posibilidad de actuar conforme a los dictados de tu conciencia. En el caso de las asociaciones (que, obviamente, no tienen conciencia en sentido estricto: el nombre es analógico) implica actuar conforme al ideario fundacional, a la razón por la cual se asociaron desde un comienzo.

El gobierno de Bachelet comprendió muy bien lo crucial que era este punto para instaurar “El otro modelo”, y por eso dictó un protocolo que negaba ese derecho a las asociaciones privadas que tuvieran algún financiamiento estatal. El actual gobierno, sin embargo, en lugar de consolidar una concepción subsidiaria de la sociedad (como lo ha hecho en la interesante propuesta “Compromiso País”), ha sido vacilante y errático. Primero se la jugó por proteger ese derecho, después el Contralor activista intentó rescatar las ideas de Bachelet y le dijo que no ha lugar al Ejecutivo, y ahora, para resumir la historia, nos encontramos con un nuevo reglamento que le hace caso al corazón político del Contralor (cuyos designios, vale la pena recalcarlo, son políticamente irrelevantes) y sigue su misma lógica: sospecha y, cuando no, rechazo a la sociedad civil organizada. Pero la historia aún no termina, y los parlamentarios oficialistas han presentado un requerimiento ante el Tribunal Constitucional (TC) para que diga si el reglamento viola algún derecho fundamental. Esta es la última oportunidad (en el corto plazo: en democracia se pueden se pueden volver a revisar las leyes) para moldear el contenido de esta política pública.

La ley exige, en efecto, que la presentación ante el TC se funde en un “vicio” que esté “en contradicción con la Constitución” (art. 50 de la Ley 17.997). Pienso que el argumento de fondo que se debe plantear que es que el vicio es la vulneración del derecho de asociación. ¿Qué base tiene asociarse con alguien si no puedo hacerlo conforme a mi conciencia? ¿Qué política pública promueve la asociación si pone trabas en ese camino? Todos sabemos que sin plata los hospitales no funcionan. Me pregunto entonces qué sentido tiene subvencionar las iniciativas de las personas si después les decimos: “ah, pero si se trata de aborto, entonces no”. ¿No hay algo más o menos crucial en las convicciones sobre el inicio de la vida? ¿No se trata esto de un caso límite?

El argumento en contra es que habría un “choque” de derechos con el derecho al aborto. Pero plantear las cosas de este modo pierde de vista el punto de fondo. Lo que está en disputa no son colisiones, que terminan en un juego de suma cero (o ganas o pierdes). Lo central aquí es la razonabilidad de hacer acomodos para respetar la asociación de quienes vivimos en comunidad. Si queremos una sociedad plural, y tenemos desacuerdos de esta envergadura, debemos ser capaces de permitir que quienes piensan distinto a nosotros puedan, también, ejercer sus derechos. Aquí no se trata de no cumplir la ley, que hoy garantiza la prestación de abortos en los establecimientos estatales, sino más bien de buscar cómo vivir juntos. Ambas cosas se pueden lograr si nos centramos en esa discusión. En casos tan extremos como estos tiene poco sentido mirarnos entre nosotros como ganadores y perdedores. Y es hacia allá donde debiese apuntar una política pública de este tipo. Aunque es lamentable que tengamos que pedirle al TC que se pronuncie sobre algo como esto, pues habla mal de nuestro discurso público, se le presenta la oportunidad de devolverle la pelota a la esfera política y permitirnos —ahora sí— dar una respuesta política a nuestras diferencias.