Columna publicada el 07.10. 18 en La Tercera.

A cada nuevo caso de abuso sexual cometido por sacerdotes católicos que es destapado, le sigue un curioso silencio en la opinión pública, incluso cuando se trata de casos grotescos. Las redes sociales no “arden”. Casi ninguna columna o carta al director aparece en los diarios. Nadie parece muy sorprendido.

El origen de este silencio parece ser la consolidación de un juicio extendido sobre la normalidad de los abusos sexuales por parte del clero. De ahí que algunos sacerdotes expresen su desazón ante el hecho de ser tratados de “pedófilos” sólo por ser curas.

En medio de esta tormenta, el debate laico se ha mantenido en circuitos más bien cerrados, pero pronto debería dar los primeros pasos hacia un análisis público de la situación que lleve a estrategias de acción. Partiendo, por cierto, por una evaluación de los mecanismos de gobierno y control interno existentes hoy dentro de la estructura eclesiástica. Y si de provocar esa reflexión se trata, el trabajo liderado durante los últimos años por Francis Oakley, destacado medievalista angloamericano, parece un buen punto de partida.

Oakley organizó el año 2003, luego del destape de brutales escándalos sexuales dentro del clero estadounidense, un seminario en Yale que dio paso al libro “Governance, Accountability and the Future of the Catholic Church” (2004), editado por él mismo y por Bruce Rusett. En ese contexto, el profesor expuso su tesis, vertida en extenso en “The Conciliarist Tradition” (2003), que apunta al exceso de verticalidad en la estructuración de la Iglesia como la fuente principal de la opacidad y ausencia de contrapesos internos. Como alternativa, Oakley propone volver a las formas más colegiadas que predominaron, de acuerdo a su investigación, desde la Edad Media hasta bien entrado el siglo XIX. En otras palabras, promueve devolverle una estructura subsidiaria a la institución que es quizás la principal promotora del principio de subsidiariedad.

Esto puede sonar raro como remedio, considerando que hoy la autoridad papal aparece como la gran depuradora del mal, y los obispos como actores negligentes cuando no cómplices. Pero la propuesta no consiste en quitarle poder al Papa y entregárselo a los obispos, sino justamente en modificar una estructura en la cual el Papa responde sólo ante Dios, y los obispos sólo ante el Papa, devolviéndole cartas en el asunto a las comunidades locales. Esto, por cierto, no anula la estructura jerárquica de la Iglesia -no es un federalismo- pero sí cambia la relación entre los niveles de la jerarquía.

La pregunta es si una Iglesia más subsidiaria sería capaz de prevenir, detectar y enfrentar de mejor manera los abusos. Después de todo, concentrar todo el poder en las mismas y distantes manos ha sido también una forma de anularlo y ralentizarlo, haciéndolo depender de febles medios de información y exponiéndolo a la acción concertada de distintos grupos de interés. Quizás esta sea, entonces, una buena oportunidad para redistribuir el peso de la cruz.