Reseña al libro The rise of victimhood culture, de Bradley Campbell y Jason Manning, publicada el 21.10.18 en El Líbero.

Durante los últimos años ha tenido lugar un significativo cambio en el clima de varias universidades norteamericanas, que han hecho noticia por sus cancelaciones de debates, revocaciones de invitaciones y hechos similares. Buscando garantizar un tipo de diversidad –ante todo de género y racial–, la pluralidad intelectual y política de los campus universitarios se ha visto severamente afectada. Hay un sentido obvio de que estamos ante problemas arrastrados por décadas, diagnosticados por obras como El cierre de la mente moderna de Allan Bloom o El triunfo de lo terapéutico, de Philip Rieff, pero en otro sentido se trata de fenómenos muy contemporáneos. Han encontrado su expresión más nítida en el surgimiento de un característico vocabulario: la preocupación por las “microagresiones”, la necesidad de incluir advertencias (trigger warnings) antes de presentar a los alumnos material que los pudiera incomodar emocionalmente, y la creación de verdaderas salas de refugio (safe spaces) a las que los estudiantes puedan dirigirse en caso de ser expuestos a puntos de vista muy chocantes. Sus denunciantes suelen ver esta nueva cultura del campus como la más severa atrofia causada por la corrección política.

La percepción de que la situación es preocupante es extendida. No tan extendida, en cambio, es la disposición de atender al conjunto de sus causas. Una buena parte de las reacciones, por lo pronto, se limita a constatar que estaríamos ante una situación amenazante para la libertad de expresión. Con garantizar ésta, se sugiere desde aquí y allá, Occidente podría capear el temporal. La obra de los sociólogos Bradley Campbell y Jason Manning que aquí comentamos –The Rise of Victimhood Culture– constituye uno de los más interesantes esfuerzos por atender las raíces más hondas de esta encrucijada.

Por cierto que los problemas que tocan existen también mucho más allá del campus. Se extienden, de hecho, al conjunto de reivindicaciones que atraviesan nuestra vida política. Para vastas porciones de nuestra población la condición de víctima ha pasado a ser la piedra angular de su autocomprensión, de modo que no sólo se está rechazando alguna discriminación puntualmente identificable, sino que el entenderse como víctimas es un credo intensamente cultivado y la base desde la cual relacionarse con otros.

Nadie duda –ciertamente los autores de este libro no lo hacen– de la justicia de muchas de estas reivindicaciones. Pero Campbell y Manning notan con preocupación que un clima de universal victimismo vuelve inaudibles las voces de las verdaderas víctimas: las injurias menores tienden a ser puestas en un mismo saco con las cosas más graves. Introducirse en esta cultura, escriben, es volverse un detector cada vez más agudo de la paja en el ojo ajeno. Tal proceso, que muestra paso a paso este libro, es no solo perjudicial para el futuro del debido proceso, sino que atenta incluso contra los mismos acusadores: quien aprende a magnificar cada una de las ofensas recibidas, aprende en realidad lo contrario de lo que cualquier terapeuta sensato le recomendaría. Se trata, además, de un juego que es muy fácil aprender a imitar: si la expansiva noción de daño fue instalada en el debate por una agenda progresista, ya no es muy difícil encontrar su mímesis conservadora.

No todo es oro en este libro. Particularmente problemática parece su discusión de la naturaleza de las ciencias sociales. Entre quienes estudian la crisis de la universidad norteamericana se ha vuelto un lugar común describir los problemas de la misma como un conflicto entre distintos fines de la universidad: mientras algunos querrían que ésta siga buscando la verdad, otros querrían ponerla al servicio de la justicia social. Si bien pocos dudan de que tales fines se pueden coordinar, alguno será el inevitable criterio prioritario. Campbell y Manning no tienen la menor duda de que debemos volver a centrar la misión de la universidad en la adquisición de conocimiento, pero parecen creer que eso solo es posible mediante una reafirmación de los más típicos criterios ilustrados. “Debiera ser fácil ver que Humetenía razón respecto de la separación entre hechos y valores”, escriben en defensa de una ciencia social valóricamente neutral. Debiera ser fácil, habría que responderles, notar que este asunto es más complejo: que nuestras alternativas no se reducen a la pretensión de neutralidad o a una ciencia social capturada por políticas de identidad (una mirada a autores como Gadamer podría haber ayudado aquí). En cualquier caso, los autores sí aciertan en que el victimismo afecta no solo el tipo de cultura moral que habitamos, sino también las disciplinas que la estudian: el lenguaje de las “microagresiones” –como los restantes conceptos analizados en este libro– constituye una capitulación ante conceptos que por su imprecisión simplemente no se prestan para el estudio del comportamiento social.

Choque cultural

Pero lo más significativo de este libro es la manera en que expone el victimismo como ilustración del choque entre culturas morales rivales. Subrayamos que se trata de “culturas”, y no de “filosofías”. Se trata de un importante correctivo para quienes solemos evaluar los cambios morales de nuestra sociedad solo en relación con las teorías morales en juego (preguntando, digamos, si acaso nuestra sociedad es utilitarista o relativista). En lugar de eso, Campbell y Manning nos invitan a considerar nuestra situación mediante un contraste entre culturas de honor, culturas de dignidad y culturas victimistas.

En las culturas de honor las ofensas reciben una significativa atención: no es tolerable que se manche nuestro nombre. Pero la respuesta que dichas culturas ofrecen al honor manchado es la de hacer justicia a título personal; de ahí el carácter agresivo que con frecuencia observamos en tales culturas. Son culturas donde la autoridad pública ha sido de importancia escasa, donde la paz y propia respetabilidad se establecen mostrando que no se deja pasar el más mínimo agravio sin desafiar a un duelo. Éstas fueron reemplazadas posteriormente por lo que se ha descrito como culturas de dignidad: culturas en que se aprende a no tomar demasiado en serio las ofensas. Tanto el cristianismo como algunas tradiciones ilustradas transmiten que la propia dignidad no proviene del trato recibido por terceros; se forma así una cultura en la que la propia reputación es menos decisiva.Una ética del autocontrol y de la tolerancia se encuentra entre sus efectos. Como las ofensas importantes pasan a ser las de envergadura considerable, una cultura de la dignidad tiende también a poner la resolución de conflictos en manos de la autoridad en lugar de la venganza personal. Los tribunales de justicia pasan a ser más importantes, pero de la mano del supuesto de que no se recurrirá a ellos por cada problema.

El actual desarrollo de la cultura victimista parece darse como reacción contra una cultura de la dignidad, pero acaba tomando elementos de cada una de las culturas precedentes: de la cultura de honor se toma la reacción ante la más mínima ofensa, de la cultura de dignidad se toma la apelación a una autoridad central que pueda erradicar el mal detectado. Campbell y Manning hablan de una “sobredependencia legal” que, en sus peores momentos, se asemeja a la tendencia de los regímenes totalitarios a esperar que los ciudadanos se ocupen activamente de la denuncia recíproca. Podemos decir que en nuestro medio coexisten aún una moralidad de la tolerancia y una moral de la pureza. Pero si nuestros autores tienen razón, es una coexistencia frágil y de futuro incierto.

El giro hacia la cultura victimista es además observado aquí en relación con otros rasgos de nuestra sociedad. El aspecto por el que conocemos el fenómeno adquiere, en efecto, sus rasgos por el cruce con la fragmentación de la misma. En ausencia de vínculos sociales fuertes, las partes de los distintos conflictos experimentan los mismos como querellas privadas que carecen de una instancia que en común puedan reconocer como autoridad para la resolución. Así, no ha de extrañar que las partes heridas se inclinen por hacer campaña viral, destinada a conseguir la adhesión de hasta los más remotos extraños.

Cuando se trata de grupos en disputa, Campbell y Manning describen el consiguiente surgimiento de un “victimismo competitivo”. Tales grupos entrarían en espirales de pureza en que distintas facciones de una tradición inician una escalada de acusación recíproca que los muestre como los verdaderos portadores de la causa. La guerra de todos contra todos, con la que de múltiples maneras la política moderna ha pretendido acabar, encuentra así un camino de regreso.

Sabemos de las ventajas de haber dejado atrás una cultura de honor, donde la víctima puede tener que pagar dos veces por haber manchado el mismo (como la mujer violada, que enfrenta la ejecución por haber deshonrado a su familia). Ante eso se levanta con razón la preocupación por cómo oír a las víctimas, cómo lograr reconocer que también nuestro orden social las produce. Pero no sabemos lo que ponemos en riesgo al dejar atrás una cultura de la dignidad, y este libro constituye un muy pertinente llamado a explorar el desafío de asumir estas tareas sin continuar la ruta hacia la cultura victimista.