Columna publicada el 03.10.18 en El Líbero.

El populismo parece haber llegado para quedarse, al menos en Europa, Estados Unidos y parte de América Latina. Pero no deberíamos ceder a la tentación de reducir el fenómeno exclusivamente a su dimensión demagógica, y por eso es importante intentar comprenderlo bien. El gobierno de Bachelet II, por ejemplo, no fue populista por haber prometido más de lo que podía dar (a diferencia de lo que acusaba la derecha). El populista es más bien el caudillo que, aprovechando un descontento popular, pretende ahorrarse la intermediación de las instituciones representativas —a los políticos de profesión, a los partidos, al establishment— para llegar al poder y, sobre todo, ejercerlo.

El descontento popular, según muestran las experiencias europeas, norteamericana, y latinoamericana tiene que ver con un sentimiento de reacción. La democracia moderna, el imperio del mercado, el mundo globalizado y los valores del movimiento internacional de los derechos humanos, han generado una distancia entre las elites y el pueblo. El populismo, en este sentido, es un fenómeno de rechazo hacia lo que no se siente propio. Las clases que no gozan de los privilegios asociados a la riqueza y la cultura de las elites tienden a valorar cosas muy diferentes, como las costumbres particulares, el arraigo, la patria, el entorno menos urbanizado, la familia. En pocas palabras, no sienten mayor atracción por el liberalismo cosmopolita (y éste es el que domina la agenda política y mediática hoy). El que no es parte de la elite —en Chile lo llaman facho pobre— reacciona contra ella, pues ha dejado de sentirse representado, ha dejado de sentir que los gobiernos son sus gobiernos, que las decisiones políticas son sus decisiones.El caudillo populista, quien dice venir de fuera de ese mundo, es quien a sus ojos sí puede representarlos, es quien promete cerrar esa brecha.

Esto no es algo que vaya a cambiar de un día para otro. Alexis de Tocqueville, cuyas observaciones en La democracia en América parecen ser cada vez más actuales, explicó que en la democracia moderna se producía una paradoja. Mientras que la modernidad nos regaló autonomía e igualdad, se generó diferenciación y distancia. Crecimos en independencia, pero nuestros vínculos se debilitaron. El problema es que para funcionar bien la democracia necesita de personas con vocación pública y el ejercicio de ciertas virtudes cívicas básicas. Pero lo que la democracia necesita lo tiende, paradójicamente, a debilitar.El movimiento democrático espontáneo, observó Tocqueville, tiende a separar. Lleva el nombre de individualismo (distinto del mal moral denunciado como egoísmo): la tendencia a encerrarnos en lo nuestro sin referencia de alteridad. El lazo social queda en el aire. Con mejor cohesión social, así, el ámbito de lo público —allí donde se espera que se desplieguen las vocaciones públicas y las virtudes republicanas— queda reducido, debilitado, empobrecido.

Esta caracterización puede ayudar a entender el fenómeno del populismo. Podríamos decir que las actitudes de las elites calzan de algún modo con este movimiento democrático de ruptura. El populismo, así, no es tan ajeno a la democracia moderna, sino que parece ser un efecto de ella.Pero el propio Tocqueville observó que el instinto democrático necesita (y puede) ser controlado por lo que llamó el “arte” de la democracia. Lo notable es que las dos herramientas que divisó para este ejercicio tienden a ser debilitadas por el liberalismo cosmopolita representado por estas elites: la sociedad civil y las referencias al sentido de trascendencia. Ambas son, argumentó el francés, instrumentos que permiten recomponer el tejido social. La referencia a la sociedad civil es aquí central, pues lo que está de fondo no es otra cosa que cuidar los particularismos, lo que identifica a cada comunidad, aquello que les es más propio y pretenden cultivar al asociarse. Por esta razón, la permanente histeria progresista ante los populistas tiende a ser ciega ante el fenómeno. Desde luego, el populismo tiene dimensiones poco amables, o derechamente impresentables (el racismo es sin duda el mejor ejemplo), pero —y esto es clave— revela algo así como una actitud democrática incompleta por parte de ciertas elites. En ese sentido, puede ser útil guiarse por el arte de la democracia. Más que rechazarlo de plano, al populismo hay que intentar comprenderlo y —eventualmente— bancárselo.