Columna publicada el 06.09.18 en The Clinic.

“No hay manera de reconciliar las memorias”, ha dicho David Rieff en su paso por nuestro país, y el tono de los debates sobre diversos temas vinculados al pasado reciente de Chile pareciera darle la razón. ¿Es posible superar el agrio clima de las últimas semanas a la hora de pensar nuestra historia de los últimos 40 o 50 años? Quizá un primer paso para generar puntos de encuentro sea advertir que no hay ninguna incompatibilidad entre condenar categóricamente las violaciones a los derechos humanos y, a la vez, reconocer que hay una serie de debates legítimos más o menos relacionados con aquello que las rodea.

Lo indiscutible

Todo intento de mirada compartida acerca del Chile de los 60 en adelante debiera comenzar subrayando que en nuestro país se cometieron crímenes brutales que, con independencia de las circunstancias, no admiten justificación. Cualquier atisbo de duda que pudiera esgrimirse al respecto quedó sin fundamento muy tempranamente: ya en 1991 se publicó el Informe Rettig, elaborado por una comisión plural compuesta por José Zalaquett, Mónica Jiménez y Gonzalo Vial, entre otros. Ahí se da cuenta de 2.115 casos de violaciones de los derechos humanos, de los bestiales métodos empleados, etc., cifras que crecieron con los años posteriores. Quienes minusvaloran estos datos cometen un grave error, tal como quedó de manifiesto con el “caso Mauricio Rojas”. Por un lado, ninguna explicación sobre la crisis anterior al golpe de Estado logra dar cuenta de la particular modalidad y extensión de los atropellos cometidos. Por otro, no sólo es desafortunado, sino ofensivo para todos quienes padecieron directa o indirectamente las consecuencias de esos atropellos, calificar de “montaje” a un museo construido en base a la información emanada de trabajos como el Informe Rettig. Hay una cruda realidad que a estas alturas es irrefutable.

Debates abiertos

Pero así como es un hecho público y notorio que en nuestro país se cometieron crímenes injustificables, una parte significativa de lo que rodea el drama que vivió el país antes y durante la dictadura está abierto al debate y la interpretación.

Por de pronto, existen muy pocos acuerdos acerca del Chile del 10 de septiembre de 1973. Como ha explicado Daniel Mansuy, una porción no menor de nuestras diferencias sobre todo lo que sigue al golpe de Estado deriva de las miradas contrapuestas acerca del “día anterior”. Esto no debiera ser motivo de sorpresa: ahí colisionaron tensiones acumuladas durante décadas. Al decir de Mario Góngora, desde los 60 Chile fue presa de variadas “planificaciones globales”, un elenco de utopías de distinto signo cuyos frutos no fueron inofensivos. Explorar esa realidad de manera desapasionada continúa siendo una tarea imprescindible e inconclusa.

En el mismo sentido, tampoco existe una única manera de describir la participación de los civiles y militares que colaboraron con el régimen de Pinochet. Nadie ha expresado esto con tanta claridad como Monseñor Sergio Valech, activo denunciante de las violaciones a los derechos humanos y presidente de la “Comisión nacional sobre prisión política y tortura” conocida por su propio apellido. Al ser consultado al respecto, Valech señaló en su minuto que “las personas que colaboran con un gobierno buscando el desarrollo humano, social, económico y espiritual de su país hacen bien en procurar desde adentro corregir los errores (y horrores) de injusticia social, corrupción económica, tortura y otros atentados contra la vida, desde el interior al gobierno al que sirven, con el fin de modificar su rumbo”. Aunque hoy nos resulte difícil aceptarlo, no puede descartarse que algunos o varios de quienes colaboraron con la dictadura lo hayan hecho motivados por ese espíritu. Sobre todo considerando que, además, su interna fue cualquier cosa menos unívoca, tal como han reconocido Ascanio Cavallo, Alfredo Jocelyn-Holt y otros (al principio colaboraron varios DC, las disputas entre duros y blandos permaneció hasta poco antes que Patricio Aylwin se calzara la banda presidencial, etc.). Desde luego, hay buenas razones para suponer que hubo cientos, tal vez miles, que pudieron hacer más por detener o al menos denunciar los crímenes cometidos. Pero no parece sensato asumir a priorique todos quienes participaron del régimen de Pinochet merecen ser tildados sin matices ni distinciones de “cómplices pasivos”. Indagar en ello es otra tarea tan difícil como necesaria.

Y volviendo al presente, también hay discusiones abiertas relevantes. Pensemos simplemente en los ejemplos de las últimas semanas. Entregar las causas de violaciones a los derechos humanos a los tribunales ha tenido sus virtudes, comenzando por el castigo a muchos culpables, pero la omisión del legislador deja bastante que desear: qué mejor prueba que la acusación constitucional a jueces cuyo historial en materia de derechos humanos no tiene nada de vergonzoso. Por su parte, la configuración del Museo de la Memoria puede ser interrogada, y ello no tiene por qué ser sinónimo de negacionismo. Si nos tomamos en serio los propósitos del Museo –dignificar a las víctimas y evitar que se repitan los atropellos–, no hay motivo para eludir el debate sobre si el contexto que dibuja es el más adecuado. Como todo museo, éste tiene un marco temporal y narrativo, que incluso ha sido criticado desde cierta izquierda, que le reprocha contar la historia en función del triunfo del “No”. No hay motivo para clausurar esa discusión. Asimismo, es lícito preguntarse si el Museo de la Memoria logra transmitir el tipo de fundamento que requiere aceptar la existencia de derechos humanos inviolables en todo tiempo y lugar.

Y es que, precisamente por la importancia de esos derechos humanos básicos, debemos reconocer que aquí hay un núcleo elemental indiscutible y, al mismo tiempo, demasiado por estudiar y debatir. Afirmar ambas cosas simultáneamente quizá sea el único camino que permita, algún día, reconciliar nuestras memorias.