Columna publicada el 20.09.18 en The Clinic.

El artículo reciente del historiador Geoffrey Kabaservice, “Los liberales no saben mucho sobre la historia de los conservadores” (en Politico, septiembre 2018), ha dado de qué hablar. El académico, estudioso del conservadurismo norteamericano (el Partido Republicano), acusa a buena parte de los historiadores liberales (demócratas, progresistas) que estudian este fenómeno de imponer sus prejuicios al abordar su objeto de estudio. Eso explicaría que ellos no vean en los conservadores más que la reivindicación de una sociedad jerárquica, desigual, racista y patriarcal. La crítica tiene varias dimensiones: desde el punto de vista empírico, por ejemplo, no se justifica asumir que las tendencias más extremistas hayan sido predominantes al interior del Partido Republicano, aunque algunos historiadores liberales sostengan esto. Pero existen aspectos más decisivos.

Kabaservice piensa que los conservadores son sistemáticamente excluidos de la academia debido a su sensibilidad política e ideológica. Los historiadores liberales, en esa medida, no conocen a los conservadores tal como son: los miran del mismo modo que un antropólogo se aproxima a una tribu “remota, exótica y posiblemente peligrosa”. Esto tiene consecuencias cruciales: es lo que explica que Corey Robin, autor de “La mente reaccionaria”, piense que el conservadurismo, a lo largo de toda su historia, pasando por Edmund Burke, Joseph de Maistre, Milton Friedman y Sarah Palin (en nuestro mundo criollo, ¿agregaría a José Antonio Kast?), equivalga el esfuerzo permanente por inhibir los “intentos liberacionistas” que vienen “desde abajo”, desplegando toda la jerarquía (material y simbólica) de un grupo dominante.

Para esta clase de narrativas, toda la historia se explica por un mismo movimiento: no hay novedad ni cambio alguno que no se subordinen al mecanismo inexorable que regula la vida humana. No hay lugar para lo singular, la particularidad o las diferencias; todo debe ser subsumido bajo el peso agobiante de una herencia definitiva y completa.

La tentación de incurrir en esta clase de narrativas es, a veces, demasiada. Es curioso que en la época del “fin de las ideologías” nos resulte tan intuitivo explicar la historia como una gran ideología. En nuestras tierras, Axel Kaiser ofreció recientemente esta clase de explicación para tratar la obra de Marx: su trabajo intelectual no sería más una reivindicación subrepticia del odio, el resentimiento y la envidia. Es como si el “fin de las ideologías” nos hubiera dejado –paradójicamente– sin otra cosa que ideologías para aproximarnos a la realidad: nos cuesta comprender la heterogeneidad, las piezas que no calzan, las cosas que ameritan otra clase de explicación. Sólo tenemos martillos y (vaya sorpresa) todos los problemas nos parecen clavos.

Esto abre varios caminos. Es razonable poner en duda si estamos en una época “post-ideológica” o si las universidades no serán presa, también, de alguna clase de sesgo persistente, que estorbe su aproximación razonable a ciertos fenómenos. Pero la crítica de Kabaservice necesita reexaminar la relación del conservadurismo con el poder y la dominación. Si ese vínculo es sólo ilusorio, ¿cómo explicar una narrativa tan duradera de este tipo? ¿Es sólo algo que nos hemos inventado nosotros mismos, un producto de la fantasía? Quizá los conservadores tampoco saben lo suficiente acerca de su propia historia.