Columna publicada el 03.09.18 en El Líbero.

¿Son compatibles el cristianismo y el liberalismo? Esta pregunta, vieja y al parecer siempre nueva, volvió a ser objeto de discusión en Chile durante la última semana. Todo partió con una columna en la que Sebastián Edwards ponía una amplia liberalización del aborto como criterio de filiación liberal. Pero, a pesar de este precario origen, las voces que se sumaron dan cuenta de la vitalidad de la cuestión subyacente.

Ahora bien, en esta reciente discusión llama la atención el hecho de que fueran los interlocutores católicos los que defendían la compatibilidad de las dos visiones. Para esto bastaba con corregir la estrechez de la sugerencia de Edwards (o de su formulación más abstracta por parte de Agustín Squella) y definir el liberalismo de un modo amplio. Si su centro está en la dignidad personal, si los autores que evocamos son Tocqueville o Aron, todo vuelve a ser compatible. Estos mismos ejercicios de definición, por cierto, son los que en el curso de la semana fueron intentados con el cristianismo: mientras Squella lo caracterizaba por la heteronomía, Enrique Barros lo centraba más bien en la benevolencia y el lugar de la conciencia.

En principio parece haber buenas razones para simpatizar con ambos lados: unos buscan un contraste entre filosofías rivales, otros buscan mostrar que hay algo así como una casa común, sea que acentuemos su lado liberal o su lado cristiano, en la que todos cabemos. Pero tras todo esto parece en realidad ocultarse una confusión entre la tradición intelectual que conocemos como liberalismo, por una parte, y el orden liberal en el que todos vivimos, por otra. Y cuando esas dos cosas son confundidas, la pregunta por la relación entre liberalismo y cristianismo acaba siendo entendida como una pregunta por la legitimidad del cristianismo en el mundo que hoy todos habitamos. En la discusión así configurada es el liberalismo el que se sienta como juez (como alguna vez lo hizo el cristianismo) a dar carta de ciudadanía. Eso explica la preocupación de quienes defienden la compatibilidad: si de algo tan básico se trata, todo adquiere un tono de urgencia existencial.

En lugar de ceder a esa urgencia, parece más fructífero distinguir el liberalismo del orden liberal en el que vivimos. Porque ese orden que habitamos –ese fuerte aprecio por las libertades personales, ese sistema de límites y contrapesos que todos valoramos– ciertamente ha sido influido por el liberalismo, pero no es exclusiva creación suya. Tampoco emanan solo del liberalismo las virtudes (como la tolerancia) que tal orden requiere. Si nuestro orden liberal se ha nutrido de filosofías distintas de la liberal, es capaz también de seguir albergándolas.

Si, en cambio, se caracteriza ese orden de una manera estrecha, de modo que un número importante de ciudadanos potencialmente quede fuera, salta a la vista que el régimen en que vivimos empezaría a perder los atractivos que lo han llevado a ser objeto de tan universal aprecio. Y eso es precisamente lo que ocurre cuando un lado de la discusión presenta el liberalismo como una suerte de filosofía oficial de la república, desde la cual las distintas visiones de mundo son evaluadas. Tenemos todas las razones del mundo para defender una caracterización generosa del orden en que vivimos, en lugar de vincularlo a peculiares versiones contemporáneas de una sola tradición intelectual. De hecho, es esa generosidad la que luego permite ser estrictos en la confrontación de ideas, sin compatibilizar con demasiada prisa tradiciones que tienen tanto puntos en común como fundamentales focos de tensión.