Columna publicada el 27.09.18 en The Clinic.

Durante el 18 las páginas de opinión de diversos medios se llenaron de cartas y columnas preocupadas por el ánimo crispado que caracterizaría al Chile actual, así como por la ausencia de identidades compartidas en un momento que, como las fiestas patrias, invita a concentrarse en aquello que nos une. Pareciera que el establishment, a pesar de reconocer que vivimos dificultades, no termina de entender por qué la sensación de malestar es tan fuerte y extendida en una porción significativa de la ciudadanía. Si nos remitimos a las cifras (por lo visto, siempre incontestables), debiéramos ser capaces de mirar “con más orgullo que vergüenza” un desempeño que nos sigue posicionado en los primeros puestos del desarrollo latinoamericano. Aunque, convengamos, en los tiempos que corren, esa comparación regional no es mucho decir.

Esta suerte de sorpresa en las voces que lideran la opinión pública local es muy sintomática de la distancia -por no decir fractura- que se va consolidando entre nuestra clase política y el resto de los ciudadanos. Entre otras cosas, se trata de una especie de frustración de un grupo que, habiendo hecho tantos esfuerzos al servicio de la sociedad, no recibe el reconocimiento que espera de quienes ha definido como destinatarios de todas sus iniciativas. Si los datos objetivos, en principio, indican que estamos mejor que antes, ¿por qué la gente insiste en recordar todo lo que nos falta; en manifestar desprecio por las instituciones que, con todos sus límites, han aumentado nuestra calidad de vida; en dejarse llevar, finalmente, por el pesimismo? Lo más problemático es que la sorpresa no parece conducir a una búsqueda de los fundamentos reales de ese descontento. Las mismas voces, luego de constatar la crispación y sensación de crisis, vuelven una vez más sobre los números para confirmar nuestros progresos, y acusan a la ignorancia, a las redes sociales y las agendas de minoría de crear un ambiente de malestar que no tendría correlato en la realidad. No deja de ser llamativa en esta lógica la clara evasión de una reflexión más profunda, actitud que impide identificar las fuentes de una percepción que, no porque disguste, deja de ser efectiva.

La distancia entre las elites políticas y la ciudadanía no parece ser, sin embargo, una característica exclusiva de nuestro país. Como bien ha mostrado la intelectual francesa Chantal Delsol, las democracias liberales contemporáneas que hoy observan con alarma y desconcierto el avance de diversos tipos de populismo, no se dan cuenta (o no quieren hacerlo) de que esta fractura se debe justamente al abismo creciente entre las clases dirigentes y el pueblo. Se trataría de la progresiva oposición de modos de vida y comprensión del mundo completamente diferentes, pero que en el marco de relaciones desiguales (pues bien sabemos que son las elites las que conducen los gobiernos), generan en las primeras un profundo desprecio por los segundos, y en estos últimos desafección, desconfianza y, paulatina e inevitablemente, la búsqueda de nuevas vías de representación. Es en ese quiebre donde la autora identifica la principal falencia de nuestras democracias: incapaces de reconocer la crítica, las elites interpretan la distancia de la ciudadanía como una traición, y ésta última se vuelve objeto de su rechazo, e incluso, del más profundo “menosprecio de clase”. Es muy interesante tomar la hipótesis de Delsol para leer la actitud de nuestra propia clase política, y de la opinión pública en la que se refleja. Si no se reconoce nuestra historia de desarrollo, se trata de ignorancia. Mostrar descontento cuando hemos avanzado materialmente, es mezquindad. Poner en evidencia que incluso en la prosperidad persisten formas dramáticas de marginalidad no es otra cosa que la manifestación de pequeños grupos de poder que conspiran contra el avance indiscutible de la sociedad. Pocas veces llegan a preguntarse si acaso, en cada una de esas expresiones de insatisfacción y malestar, hay algo relevante que se les escapa.

Si los medios de opinión más influyentes de Chile constatan un malestar en la ciudadanía, no pueden renunciar luego a la pregunta por aquello que lo genera. Con esa estrategia muestran simplemente una actitud de autodefensa frente a un proyecto de país que, después de todo, siguen viendo como resultado de sus propios esfuerzos. Por lo mismo, la celebración de nuestra independencia no debiera ser ocasión para recordarle al pueblo que tendría que mostrarse más satisfecho con su historia, sino un momento para mirarla críticamente y hacerse cargo de los desafíos pendientes. No olvidemos que el mismo informe del PNUD que tanto se ha citado por autoridades y figuras públicas en los últimos días, en el que Chile muestra indudables y valiosos resultados a nivel mundial, evidencia también la profunda experiencia de desigualdad y exclusión en el marco de nuestra supuestamente próspera y avanzada sociedad. Si no incorporamos esta óptica, parece inevitable que la retórica del desarrollo, tan arraigada en nuestro medio local, termine siendo mera tautología.