Columna publicada el 25.08.18 en La Tercera.

Desde luego, es plausible plantear un Museo de la Democracia. Por de pronto, no hablamos de una excentricidad criolla, sino de una iniciativa existente en otras latitudes (basta pensar en el caso australiano). Se trata de una propuesta que -bien construida- quizá podría ayudar a fortalecer nuestra cultura cívica, con todos los beneficios que eso conlleva. No es seguro que la ciudadanía comprenda a cabalidad las diferencias entre los parlamentarios y los alcaldes, la justificación de principios tan elementales como la separación de poderes, o la responsabilidad de los mismos ciudadanos en la generación de las autoridades. En ese sentido, toda idea que colabore a comprender más y mejor los mecanismos y lógicas de la vida democrática merece ser tomada en serio.

Pero hay más. Los procesos de larga duración dan cuenta de una historia de gestación y consolidación de la democracia chilena cuyas raíces se remontan al menos al siglo XIX, y cuyo conocimiento debiera estar al acceso del gran público en las más diversas modalidades disponibles. De algún modo, la trayectoria occidental de los últimos siglos entronca con este itinerario democrático local, con particularidades propias no solo de Latinoamérica, sino también -al decir de Joaquín Fermandois- de este país de fin de mundo. Un museo es una alternativa que no cabe descartar a la hora de difundir esa historia.

Ahora bien, las cosas se complican cuando advertimos que dicha historia no es pacífica. La propia dinámica de la democracia contiene en sí misma la disputa sobre el presente y el pasado como uno de sus rasgos característicos, y basta recordar las últimas semanas para comprender cuán verdad es eso en el caso chileno. Narrar esa historia en un museo es todo menos sencillo, especialmente si nos acercamos al período que Mario Góngora bautizara como las “planificaciones globales”, que van desde Frei Montalva a Pinochet, pasando por Allende. ¿Qué visión medianamente compartida existe acerca de la reforma agraria, del gobierno de la Unidad Popular o de las causas del golpe de estado? Naturalmente, las dificultades solo se agudizan si consideramos los problemas que tiene la derecha al abordar nuestra historia reciente, en particular su vínculo con la dictadura.

Hay, además, una complicación adicional, de carácter teórico. Todos creemos saber qué es la democracia, pero, ¿es así? Piénsese, por ejemplo, en la célebre descripción de Abraham Lincoln: “el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”. Parafraseando a Eric Voegelin, ahí se emplea el término “pueblo” para significar tres cosas distintas (la sociedad políticamente articulada, sus representantes, y la ciudadanía que debe acatar las directrices de esos representantes, por más que sean electos). Si le creemos a Tocqueville, en tanto, lo distintivo de la democracia no son tanto ciertos mecanismos, sino más bien el constante afán por igualar las condiciones de vida de las personas. Éste sería el núcleo central de la vida democrática. Pero si pasamos de la indiscutible igual dignidad humana a su aplicación a situaciones específicas, los debates también son inevitables (como lo muestra la disputa sobre aborto).

Nada de lo anterior conduce a rechazar a priori la posibilidad de crear un Museo de la Democracia; al contrario, cabe evaluar la propuesta con seriedad. Resulta imprescindible, sin embargo, notar que la idea será más o menos factible en la medida en que se ofrezca una justificación a la altura de los desafíos históricos, teóricos y políticos que involucra. En rigor, únicamente tal justificación permitirá evitar la sospecha de estar jugando al empate respecto al Museo de la Memoria. Y, cualesquiera sean las críticas que éste merezca, si no se evita ese riesgo es poco probable que este nuevo museo tenga alguna posibilidad de éxito. Sobre todo teniendo en cuenta el momento elegido para reflotar esta promesa de campaña.