Columna publicada el 19.08.18 en Reportajes de El Mercurio.

Nadie miente tanto como un hombre indignado, decía Nietzsche. Quizás así deba explicarse parte del episodio de Mauricio Rojas, a quien muchos acusaron de negacionista por haber criticado al Museo de la Memoria. En otras palabras, se le atribuyó negar la existencia de violaciones masivas a los DD.HH. en dictadura, por haber manifestado un desacuerdo respecto del modo en que dicho museo recoge esa experiencia. Por lo mismo, Rojas no fue tratado como alguien equivocado, sino más bien como culpable. Sobra decir que no hay un vínculo lógico que permita sustentar la imputación, pero da igual: En tiempos revueltos e indignados, a nadie le preocupan las sutilezas teóricas. El fenómeno es extraño, pero es como si la izquierda chilena sintiera la irresistible necesidad de enfrentarse a una derecha negacionista para justificar su propia existencia.

Desde luego, no se trata de defender las declaraciones del fugaz ministro. Sus palabras fueron tan destempladas como faltas de tino, pues solo buscaban la polémica en un tema que merece bastante más elaboración reflexiva. Para peor, esas ideas se encuentran en un libro, por lo que podemos suponer que el texto fue trabajado, revisado y examinado (por lo mismo, nadie creyó su defensa: el repentino cambio de opinión no era menos problemático que las declaraciones). Por otro lado, es perfectamente normal que ninguna crítica al Museo de la Memoria sea leída desde un limbo abstracto, sobre todo si proviene de alguien de derecha. Toda crítica remite a un contexto y, en consecuencia, debe hacerse cargo de las legítimas sensibilidades que rodean la cuestión. Tampoco ayuda mucho la estrategia que suele seguir cierta derecha, que consiste en denunciar infantilmente las incoherencias de la izquierda en esta materia (que abundan). Es posible ser autocrítico sin esperar la autocrítica del vecino; es más, solo esa autocrítica tiene valor.

Ahora bien, nada de esto debería impedir una reflexión sobre la función que cumple el museo. Por de pronto, es evidente que su objetivo no es dar una panorámica de la historia reciente, ni menos darle en el gusto a la derecha. Sin embargo, y acá las cosas suelen deslizarse por una pendiente resbaladiza, quienes defienden el museo suelen hacerlo desde un dogmatismo extraviado. En efecto, algunos parecen suponer que hay una sola modalidad -escrita en las Tablas de la ley- de rendir homenaje a la memoria, y suponen también que el museo chileno encarna a la perfección esa modalidad. Nada de esto tiene sentido y, para percatarse, basta reflexionar brevemente sobre los objetivos declarados del museo: conmemorar y enseñar.

Si miramos el primer objetivo, se comprende que el museo solo busque mostrar el horror, aislándolo de toda consideración externa, pues cada una de las víctimas merece ese homenaje y ese recuerdo. Sin embargo, el segundo objetivo (evitar que aquellos crímenes vuelvan a ocurrir) puede entrar en tensión con el primero: no es seguro que la mera exhibición del horror sirva para que no se repita. En efecto, el horror puro y desnudo tiene un implícito antropológico muy delicado: el mal queda expulsado fuera de nosotros, muy lejos de nuestro horizonte vital. Quienes cometieron esos crímenes son unas bestias que no tienen nada que ver con quienes asistimos al museo, y eso nos deja en una situación especial: entre nosotros y los victimarios media un abismo insalvable (y confortable). No obstante, la pregunta que debería estar siempre presente al ver el horror es un poco distinta: de algún modo, como sugería Montaigne, toda la humanidad habita en nosotros. El horror tiene una ambigüedad que no deberíamos olvidar: ¿quién puede estar seguro de que, bajo determinadas circunstancias, no cometería cierto tipo de actos? ¿No debería el museo llamarnos a la humildad antes que confirmarnos en nuestra seguridad moral? ¿Cómo hacer eso respetando la memoria de las víctimas?

La discusión central, entonces, no debería girar tanto sobre el manido contexto, sino sobre el mejor modo de evitar la repetición de las atrocidades, y esa pregunta no admite una respuesta unívoca ni dogmática. Es más, deberíamos ser capaces de formularla constantemente, con la mayor honestidad posible. De lo contrario, esa memoria corre el riesgo de fosilizarse, dejando de hablarle al presente. La singularidad contenida en la tragedia, decía Todorov, no debe llevarnos a encerrarla en sí misma, sino que, por el contrario, debe permitirnos abrir la perspectiva. Si la memoria no enseña, si no nos dice algo relevante sobre nosotros mismos, bien puede terminar siendo vana. Es seguro que las víctimas merecen algo más que eso.