Columna publicada el 02.08.18

Usando la conocida expresión de Mario Vargas Llosa, nos encontramos inmersos en la “civilización del espectáculo”. Según el escritor peruano (quien es tanto su crítico como su apóstol), se trata de una sociedad caracterizada por la “banalización de la cultura”, la “generalización de la frivolidad” y la “proliferación del periodismo irresponsable” alimentado por “la chismografía y el escándalo”. ¿Cómo explicar un fenómeno de este tipo? Creo que la Revista Santiago, uno de los proyectos editoriales chilenos más notables del último tiempo, puede ayudarnos a encontrar una respuesta.

Sus cinco números han sido una compañía en las lecturas propias y ajenas, las líneas a las que ya renuncié y aquellas a las que vuelvo una y otra vez. Tal efecto es, sin duda, fruto del oficio: la revista logra la gigantesca tarea de evitar la mera exposición cultural, el catálogo de objetos llamativos y pintorescos, entregando un espacio para transmitir, en cada número, una estética propia con una pregunta subyacente. La atraviesa la inquietud por mostrar que tras nuestras interrogantes se esconde algo que descifrar y que cada palabra es una hebra del hilo que guía a Teseo en el laberinto.

El motivo predominante de la revista (aquí inevitablemente me arriesgo a generalizar) es recordarnos la necesidad de la mediación: la capacidad de tomar distancia ante el torbellino de signos que nos entrega el presente. Nos advierte que en la inmediatez se esconde una pérdida; una inmediatez reacia a la crítica, siempre lista, además, para escudarse en la denuncia del “paternalismo moral” (¿no somos, acaso, adultos capaces de prescindir de todo mandato, toda brújula?). Un mundo donde nuestros deseos deben satisfacerse sin demora ni obstáculo (en el arte, en el consumo, en la política) y menos cuestionarse es, a fin de cuentas, un mundo sin distancia, uno que nos niega la perspectiva para darle otra vuelta de tuerca a las cosas, para que ciertas posibilidades se nos revelen, para que otras dimensiones de la vida se hagan humanas. Por eso la revista reivindica el oficio del crítico literario, del esteta, del historiador y, quizá, del político (o al menos la deliberación: ¿la representación política no es, en el fondo, un intento de mediación?).

Si ser conservador, como dice Rafael Gumucio en el quinto número, es vivir del recuerdo para resistir la “decepción del presente”, y también “una forma de escepticismo” (Borges), quizá la Revista Santiago es un llamado a examinar las posibilidades abandonadas de ese conservadurismo. Nos interroga sobre aquello que perdemos cuando la subjetividad se diluye en la inmediatez y la banalidad, contraponiéndolo con el acervo inagotable de quienes, aunque fracasen, defienden las virtudes de la distancia.