Columna publicada el 17.07.18 en El Líbero

Hace pocas semanas leímos distintas opiniones sobre los primeros cien días del actual gobierno, un ejercicio nada fácil y que aún requiere una buena dosis de especulación. Después de todo, es difícil proyectar un camino claro ante las señales dispersas de la segunda administración de Sebastián Piñera. Una manera de realizar este ejercicio consiste en analizar el relato que ha acompañado estos primeros meses de gestión. Éste no se agota en el discurso explícito frente a la opinión pública, sino que incluye los gestos y decisiones que se corresponden con lo verbalizado.

Visto de esta manera, un discurso que ha logrado posicionar el gobierno de Piñera es el de fomentar grandes acuerdos nacionales. Desde esta perspectiva, se entiende la referencia a Patricio Aylwin desde su candidatura y los constantes guiños al centro político. Ese parece ser el relato que subyace a iniciativas como la mesa de trabajo en infancia, con participación transversal de los sectores políticos, y también es la retórica a la que alude la oposición cuando quiere incomodar al Ejecutivo (por ejemplo, al sostener que se busca gobernar prescindiendo del diálogo con el Poder Legislativo a propósito de la “sequía legislativa”, o las reacciones con ocasión de la cuenta pública).

La idea de buscar grandes consensos suena atractiva, pero tiene sus propias dificultades. El acuerdo implica ceder en algunos puntos en los que el liderazgo político está desafiado a transar sobre aspectos que, siendo importantes, no impliquen renunciar a los principios fundamentales y constitutivos de aquello que lo identifica como grupo. La polémica en torno a la objeción de conciencia institucional muestra en forma elocuente lo problemático que puede llegar a ser la búsqueda de este equilibrio entre ceder y gobernar con principios claros. Al momento en que el Ejecutivo acepta la interpretación de la Contraloría según la cual las instituciones privadas “sustituyen” a las públicas y, por lo tanto, deben comportarse como si fueran de administración estatal, queda finalmente en una posición muy incómoda para defender el rol público que cumplen los privados como tales. De esta manera, como han mencionado varios columnistas, el reglamento de objeción de conciencia del gobierno de Sebastián Piñera tiene implicancias políticas de gran magnitud, ya que deja en una posición más vulnerable a las organizaciones de la sociedad civil, las que arriesgan en este caso dejar de recibir fondos estatales para toda el área obstétrica por negarse a realizar abortos. Si este criterio fuera aplicado en educación, por poner otro caso conocido, sería incoherente con la defensa de la libertad de enseñanza.

Este dilema plantea la pregunta sobre cuáles serán los principios transables y cuáles no en la actual administración. Si no hay una defensa vigorosa de la sociedad civil o de las condiciones para que esta se despliegue en todo su potencial, ¿qué principios quedan realmente asociados a un gobierno de derecha? ¿A qué eje común se puede aludir cuando se trate de aglutinar a este sector político?

Estas preguntas son relevantes, porque si algo distingue al administrar del gobernar es que lo primero se basta con una buena gestión; mientras que el segundo requiere dirección. Sí, que sea una gestión de excelencia, ¿pero cómo y hacia dónde? El relato es el que define las prioridades, establece cuáles son las iniciativas más importantes, más trascendentes y más urgentes que otras. Esa elección en el espacio público, el ejercicio de priorizar, se transforma en un acto eminentemente político. El relato le da sentido a los “hechos”, les proporciona una finalidad. Una finalidad con la que logre identificarse el electorado y, con ello, sentir que tiene un propósito. Induce a las personas a pensar que el día de mañana vale la pena ir a votar y que sea por un candidato específico y no por otro.

En suma, este balance provisorio de los primeros meses del actual gobierno nos revela cuán vigente sigue la preocupación por gobernar con principios claros. De otra forma, la buena gestión de un gobierno de excelencia puede pasar al olvido ante las promesas grandilocuentes en época de elecciones. La única forma de transmitir esos logros es por medio de un relato mayor que los contenga y los justifique. Sin esos fundamentos, cabría preguntarse: ¿cómo determinar qué vale la pena transar? ¿Qué clase de acuerdo surge cuando una de las partes no tiene claridad sobre cuáles son sus principios constitutivos e intransables? Resta esperar que lo ocurrido con la objeción de conciencia institucional sea sólo un traspié y no la tónica de los próximos años. A fin de cuentas, este es sólo el comienzo.