Columna publicada el 10.07.18 en Reportajes El Mercurio.

De algún modo, la carta firmada por más de cuarenta personalidades de centroizquierda en apoyo a la postulación presidencial de Lula da Silva echa por la borda décadas de reflexión y experiencias políticas. La misiva condensa a la perfección todos y cada uno de los vicios de la izquierda latinoamericana, y representa un misterioso proceso de involución intelectual.

Partamos por el principio: esta epístola no juega ningún papel relevante en la discusión brasileña. Si alguien imaginó que una carta firmada por políticos chilenos podía pesar en la situación que vive Brasil, no comprende mucho la profundidad de la crisis. Esto nos lleva a una conclusión inquietante: la carta parece haber sido pensada y firmada para el público interno. Dicho de otra manera, es un texto que busca confirmar y reafirmar las lealtades de la izquierda nacional, fijando posiciones. En este plano, la señal no resulta menos preocupante, pues supone que uno de los ejes fundamentales para articular a la oposición pasa ni más ni menos que por Lula y su postulación.

Al mismo tiempo, la misiva muestra otro síndrome clásico del progresismo regional: en América Latina, los compañeros de lucha no se abandonan. Este principio, que puede ser admirable como signo de amistad, se vuelve problemático en política formal. De hecho, la carta no se limita a manifestarle afecto y gratitud al líder del PT, sino que va mucho más allá. Carlos Ominami -principal impulsor de la iniciativa- ha sido muy explícito: en Brasil estaría operando una especie de golpe blanco orquestado por la derecha. La lógica subyacente es que ya se instaló una disyuntiva sin salida, que divide a malvados golpistas contra socialistas puros, víctimas de una conspiración reaccionaria. Demasiado simple para ser cierto.

Guste o no, la carta da por muerta a la institucionalidad brasileña, en la medida en que los resultados judiciales no son del gusto de la izquierda. Esta actitud devela un compromiso meramente instrumental con la democracia y sus instituciones, lo que está lejos de ser trivial en América Latina. Después de todo, ha sido suficientemente difícil construir regímenes estables en nuestro mundo como para darlos por muertos solo porque uno de los nuestros cayó en desgracia. En otras palabras, es más bien dudoso que una salida de la crisis brasileña pase por la rehabilitación de un personaje tan cuestionado como Lula, condenado en más de una instancia con abundante evidencia en su contra.

Lula tiene de seguro virtudes y defectos, pero cuesta entender por qué sería útil recurrir hoy al caudillismo, personalizando al extremo los procesos políticos. El cuadro se vuelve más sospechoso aún si recordamos que las redes brasileñas de corrupción inundaron varios países de la región, y que la arista chilena ha sido poco investigada. Más allá de las palabras de buena crianza, la carta da a entender que la corrupción no es un problema demasiado grave; y que, en cualquier caso, la figura de Lula está por sobre esas vicisitudes.

Ahora bien, lo más enigmático de esta historia es que la carta logró una proeza que ya se quisiera cualquier líder criollo: tras ella se unieron personalidades que van desde el Frente Amplio hasta el centro del espectro político. Desde luego, están Michelle Bachelet, los presidentes de ambas cámaras (Carlos Montes y Maya Fernández), el mandamás socialista (Álvaro Elizalde), tres extraviados democratacristianos y una pléyade de intelectuales y políticos de izquierda que no se limita a los autoflagelantes (uno se pregunta, por ejemplo, qué diablos hace allí Sergio Bitar). Tampoco faltan, era que no, los nombres del Frente Amplio (Giorgio Jackson, Gabriel Boric, Miguel Crispi), dejando claro que los anhelos de renovación y pureza están subordinados a las antiguas lealtades propias de toda izquierda que se precie de tal.

¿Qué otra causa podría reunir hoy a este grupo tan heterogéneo? ¿Por qué solo están dispuestos a actuar en conjunto para resucitar la peor versión del caudillismo latinoamericano? ¿Es realmente Lula el faro de luz que nuestra izquierda necesita para mirar hacia delante? ¿Qué gana el progresismo nacional poniendo a Lula en el centro de su debate y de sus discusiones? ¿O no cabría pensar más bien que todo esto se trata de un burdo pago de favores? Como fuere, el oficialismo puede dormir tranquilo: mientras la izquierda insista en parecerse a Benjamin Button -cada vez más adolescente y nostálgica de un pasado que no fue-, la derecha tiene larga vida por delante.