Columna publicada el 26.07.18 en The Clinic.

Nos hemos acostumbrado a las apariciones del alcalde Felipe Alessandri en los medios señalando los avances de su intensa campaña contra el comercio ambulante. A menudo lo vemos también secundado por valientes compañeros, como la alcaldesa Evelyn Matthei, en lo que muestran como una verdadera batalla campal (aunque, convengamos, usualmente bastante desigual). Esto no impide que podamos sorprendernos con cada nueva versión de un plan que, más que fomentar el “comercio justo”, reproduce y difunde arraigados prejuicios contra una práctica que sólo ven como barbarie, y en la que aglutinan y criminalizan cuestiones muy diferentes entre sí.

En el último tiempo hemos podido constatar también que esta heroica lucha es apoyada por renombrados arquitectos y activos participantes del debate público nacional (uno de los cuales escribe en paralelo sobre la importancia de la integración social). Preocupados por el desarrollo integral de nuestras ciudades, se han unido a la causa contra el comercio ambulante que, a su juicio, estaría invadiendo el espacio público, dañando los centros históricos y arrebatando a los verdaderos ciudadanos el uso de calles sometidas al “flagelo” de “bandas de mafiosos”. Llama la atención el tipo de argumentos desplegados por estos urbanistas que, sin atisbo de distancia crítica, se suman a una campaña que ha sido incapaz de establecer las necesarias distinciones para abordar un escenario mucho más complejo que la simple batalla contra criminales y evasores de la ley. Pocos podrán negar la abismante diferencia entre sancionar vendedores de productos clandestinos y botar con ensañamiento las sopaipillas con las que una mujer de más de 70 años se gana la vida. Lo problemático de esto no reside sólo en los cuestionamientos que se deben formular a una iniciativa que está lejos de alcanzar sus objetivos (basta pasearse por calle Monjitas para confirmar el fracaso del alcalde), sino también al tipo de “espacio público” al que se apela y que estas figuras defienden. Alguno ha hablado, de hecho, de la importancia de “recuperarlo”. Pero ¿recuperarlo para quién? ¿Cómo se define la pertenencia a ese espacio, así como los elementos que lo configuran?

En su historia de Santiago, Armando De Ramón relata los esfuerzos de la clase política decimonónica por otorgar “compostura” a una Plaza de Armas que debía estar a la altura de los centros capitalinos europeos. Por cierto, dichos intentos fracasaron ante la inevitable apropiación que hicieron de ese espacio los diversos grupos sociales de la capital. A esta heterogeneidad, se sumaba el estatus comercial de este hito, del que tempranamente participaron los vendedores ambulantes que caracterizan la vida urbana de Chile y de América Latina. Esta plaza constituye hoy uno de los principales objetivos de la empresa vigilante del alcalde Alessandri. ¿Cómo hablar de “recuperación” al referirse a un lugar históricamente ocupado por el comercio ambulante, el cual, guste o no, es también parte de su patrimonio? Es fundamental, entonces, reconocer la persistencia de esta práctica para, siquiera, poder comprenderla. Sólo eso permitirá pensar en una aproximación más compleja que la mostrada hasta ahora por los ediles y quienes los apoyan (y eventualmente, también más eficaz). Esa continuidad histórica da cuenta de modos de habitar y utilizar el espacio público que, no porque a algunos les parezca sucio o poco civilizado, pueden reducirse a mera ilegalidad o a una especie de crimen organizado. Sería valioso también que los líderes de esta campaña miraran con ojos críticos la continuidad de sus propias prácticas, viendo cómo dos siglos después permanece el objetivo de deshacerse de aquello que no calza con sus elevados estándares. Y cómo es que volvemos, sin darnos cuenta, a reproducir dinámicas de exclusión como aquella de la “ciudad propia” del Santiago del XIX, que quiso dejar fuera a los pobres, malolientes y marginados de una sociedad incapaz de reconocerlos como ciudadanos.