Columna publicada el 19.06.18 en El Líbero.

Pareciera que el humor está empezando a pasar de moda y nos hemos vuelto más graves. Algunos atribuyen esto a la corrección política —esa corriente que hace de la denuncia de las ofensas ocultas su herramienta de lucha—. Las ideas que avanzan bajo la capa de la corrección política no pueden tener adversario porque cualquier contraposición es ofensiva. Y esto lo sabemos y vivimos a diario, porque su principal víctima ha sido algo muy propio de nuestra idiosincrasia: el humor. Si no, pregúntele a Rafael Gumucio.

Nada de esto es trivial. El humor cumple funciones sociales que otras formas de interacción (o reflexión) no pueden cumplir. Hace que la vida sea más llevadera: alivia el estrés, disipa la tensión entre desconocidos, castiga la injusticia, expresa crítica, seduce; y es fuente de información social (el mejor ejemplo son los memes). Porque viene envuelto en placer, el humor nos hace entender cosas que de otro modo se nos escaparían. Es, en este sentido, inversión, porque permite mostrar que las cosas que son como son, pueden ser de otro modo.

Una forma de rebelarse frente a la corrección política es la incorrección política, que por día adquiere mayor popularidad en el discurso político y en las redes sociales. Mientras que el “progresista” se ríe del facho pobre; el “conservador” se ríe de los millenials, de las feministas feminazis, y de los hípsters. Pero es muy discutible que este sea el mejor camino, pues toda mímesis usa lógicas similares (o idénticas), generando una dialéctica que produce una escalada de violencia. De paso, se comienza a dejar al humor en un mal lugar: como vehículo de insulto. Y esto es un mal viaje.

¿Cómo salvar al humor, entonces? La pregunta es difícil. Parte de la respuesta, creo, es preguntarse por las condiciones que hacen que el humor sea posible. Una de esas condiciones, quizás la más importante, tiene que ver con un contexto de supuestos más o menos compartidos. Una especie de confianza —aun entre extraños—. Como ha explicado Noëll Carroll, cuando nos reímos juntos construimos y mantenemos un nosotros. Para que el humor sea posible, en otras palabras, necesitamos de un cierto tipo de comunidad. En efecto, al reírnos bajamos nuestras barreras, nos transparentamos, quedamos indefensos (por eso solemos desconfiar de aquellos que no se ríen). Y eso va generando un círculo que va reforzando nuestras creencias y códigos comunes.

Sin embargo, en los últimos años se ha instalado un clima de sospecha y vigilancia. Esto toma expresión no sólo como forma de acción política, sino hasta en las relaciones interpersonales más íntimas. Quizás, entonces, tratar de entender de dónde viene esa sospecha y vigilancia nos permita recuperar ese horizonte y volver a reír. Por paradójico que suene, tal vez debiésemos mirar la actitud de Guillermo de Baskerville, el inquisidor de Umberto Eco que se enfrentó a ese lamentable monje que buscó apagar la risa.