Columna publicada el 05.06.18 en La Segunda.

Es indudable que nuestro régimen de adopción requiere modificaciones. De hecho, luego de un trabajo junto a diversas organizaciones sociales, durante el primer gobierno de Sebastián Piñera se presentó un proyecto de reforma integral al sistema (que en aquel entonces no se le otorgara urgencia y que Michelle Bachelet lo haya ignorado dice bastante de nuestras prioridades políticas). Pero las razones que justifican esta reforma no son las que esgrimen algunos parlamentarios, que dan a entender –por ignorancia, oportunismo o frivolidad– que la disyuntiva sería condenar a los niños a vivir en el Sename o establecer la adopción entre parejas del mismo sexo.

Guste o no, la realidad es otra. Por un lado, año a año crecen las personas interesadas en adoptar y, por otro, sólo un número muy exiguo de los menores sin hogar podría, en los hechos, ser adoptado. Según datos del Sename, de los siete mil niños en centros de protección al año 2017, apenas 160 eran “susceptibles de adopción”. Aquí radica precisamente la mayor traba actual: la declaración de susceptibilidad, trámite indispensable para que avance el proceso. Simplificar ese paso y acelerar los tiempos pareciera ser el desafío más urgente en la materia.

 El debate político, no obstante, ya apunta sus dardos al orden de prelación de los adoptantes y, más aún, a la eventual adopción homparental. Esto es curioso, y no sólo porque cambia el foco de la reforma hacia otro tipo de discusiones. Además, la prelación, que prioriza matrimonios y termina en mujeres u hombres solteros, viudos o divorciados, fija preferencias únicamente en la medida de lo posible. Ella no excluye la adopción por parte de solteros (ya sean heterosexuales u homosexuales). En cambio, eliminar el orden de prelación implica transformar toda la lógica de la filiación adoptiva, que es propiciar un hogar tan semejante como sea posible al de unos padres biológicos con sus hijos. Esto no tiene nada de extraño, sobre todo considerando que valoramos cada vez más el complemento entre hombres y mujeres, el mismo que exigimos desde los directorios de empresas hasta los foros y paneles de TV. ¿Por qué debiéramos dejar de buscar aquel complemento a la hora de pensar la crianza y educación de los menores adoptados?

Es sabido que nuestra sociedad enfrenta un debate sobre cómo comprender las relaciones de familia. La extendida convicción de que, en sus diversas configuraciones, ella remite a la transmisión de la vida y la cultura, y por tanto al encuentro de lo masculino y lo femenino, hoy no es unánime. Pero, ¿es éste el lugar para resolver esa disputa? ¿Es la reforma a la adopción la instancia para intentar legitimar otro tipo de reivindicaciones que no guardan directa relación con el bien de los niños?