Reportaje publicado el 10.06.18 en Artes y Letras de El Mercurio.

Manfred Svensson: “Las historias de declive parecen cubrirlo todo”

Aunque sus autores no se comparen en su ambición con Spengler, las historias de declive que nos ofrece el presente parecen también cubrirlo todo: estamos ante el fin de la educación y de la cultura, ante el fin del planeta y de la biodiversidad, ante el fin de la política y el fin de la familia, ante el fin de la libertad de expresión, ante el fin del orden global y ante el fin de Europa. Si algo cabe decir hoy de estas narrativas es precisamente que no tienen fin.

Cuánto hay en ellas de irracional apocalipticismo y cuánto de sobrio reconocimiento de graves problemas, solo puede juzgarse caso a caso. ¿Pero está Spengler detrás de ellas? Él no estaba intentando ofrecer a las multitudes respuestas simples para leer el mundo. En cierto sentido, él se parece más a los profetas del progreso -quienes dominaban el siglo que lo precedió- que a los decadentistas de hoy. Con los progresistas comparte, en efecto, un desbocado afán por predecir la historia, por descubrir un orden que no admite excepción, por elaborar por primera vez una genuina filosofía de la historia.

Además, el pesimismo cultural contemporáneo suele ir acompañado de una singular fe en la capacidad de hacer progresar al propio yo. En medio del fin de todo, el hombre puede autodeterminarse, editarse, hacer de sí mismo lo que quiera. Así, no tiene nada de extraño que el mundo corporativo y el de la tecnología -arquitectos y asistentes en esta interminable autoedición- sigan siendo reducto de los optimistas. Ya casi nada puede hacerse por el mundo, pero puedes hacer cualquier cosa contigo mismo -es con esa combinación que hemos reemplazado los estrictos decadentismos y progresismos del pasado. En potencial distópico, no tiene nada que envidiarles.

Pablo Ortúzar: ¿Fin de la historia o decadencia?

Estudiar el proceso de auge y caída de las grandes civilizaciones imprime cierta humildad en el espíritu. Por eso es -o debería ser- importante la historia clásica en la formación escolar. En el caso de Occidente, es la epopeya romana la que nos resulta más impactante. Y es que, al vernos en ese espejo, es la idea misma de progreso -tan obvia para nosotros como la salida del sol en las mañanas- la que tambalea, engendrándose la intuición de que nuestra forma de vivir puede tener un ciclo de existencia análogo a nuestro ciclo vital individual, pero de periodos más largos.

La base del pensamiento espengleriano es este estremecimiento: la idea de que las culturas viven procesos análogos a los organismos vivos, entrando en etapas finales de estancamiento, hedonismo y debilidad, antes de desintegrarse. A esta etapa decadente Spengler la llamó “civilización”. Es, en su visión, el momento en que el núcleo heroico, individualista, comunitario y viril de la existencia cultural cede paso a lo pacifista, homogéneo, colectivista, igualitario y afeminado. El momento en que la búsqueda de la gloria y la grandeza ceden paso a la búsqueda del mero bienestar y el goce.

¿Tiene vigencia hoy la idea de decadencia? En mi opinión, salvando todo lo epocal que hay en Spengler, sí. Es la sombra que sigue a la idea de progreso ilimitado. El debate sobre si lo que experimentamos hoy es el fin de la historia (triunfo definitivo del liberalismo) o el fin de Occidente como agente histórico, está abierto. La discusión actual en el mundo conservador estadounidense es un buen reflejo de ello. Basta revisar “Why Liberalism Failed” (Patrick Deneen), “The Benedict Option” (Rod Dreher) y los artículos de Adrien Vermeule en First Things o The Josias. Algo parecido, desde la izquierda, puede decirse de Byung-Chul Han.