Comentario publicado el 12.06.18 en El Líbero.

Lo que el dinero sí puede comprar (Santiago: Taurus, 2017), de Carlos Peña, ha tenido impacto. En pocos meses va en su cuarta edición (algo raro en Chile) y ha dado lugar a una interesante discusión. El argumento central del ensayo consiste, en pocas palabras, en una sistematización de las críticas al rol del mercado y el dinero en la sociedad moderna con un posterior intento de articulación —bastante documentada— de respuesta a esas críticas. El mercado cumple, según la tesis de Peña, un papel fundamental en la creación de algunos de bienes morales más propios de la modernidad: la autonomía y la esfera de subjetividad. Estos bienes, argumenta, son importantes y deben ser cuidados. Por eso concluye que, lejos de demonizarlos, debiéramos mirar al mercado y al dinero como algo positivo en la vida social. Se trata de un ensayo que eleva el nivel del debate y que debe, por lo tanto, ser muy bienvenido. Entre los diversos puntos que aborda, quisiera enfocarme en uno que, aunque tocado de modo más tangencial, es crucial para su tesis. Me refiero a la relación entre el mercado y la política. Bajo el paradigma de la modernidad, donde se forma una voluntad general a partir de preferencias particulares, la política corre el riesgo de trivializarse y devaluarse, cumpliendo un rol no muy distinto al del mercado: agregar las preferencias. Peña reconoce el problema y ofrece una respuesta, argumentando que es un riesgo evitable. El importante rol del mercado y el dinero en las relaciones humanas podría, según el autor, convivir amigablemente con una democracia fuerte. Sin embargo, el argumento presenta una tensión relevante que, llevada a sus últimas consecuencias, termina siendo un remedio que no cura la enfermedad.

Antes de analizar la tensión, revisemos brevemente aquello que hace que en la modernidad se genere el riesgo de trivializar la política. Con herramientas de la sociología, antropología y la teoría política, el autor intenta explicar la naturaleza de todo vínculo social. Toda sociedad consistiría en un grupo unido por ciertas relaciones que, en último término, pueden asumir dos formas. Por un lado, pueden generar una misma orientación sobre el bien o los fines a seguir, vínculos que vitalmente son muy fuertes. Hay una trayectoria común y una misma orientación normativa. Por otro, los vínculos pueden constituirse en un plano más bien abstracto, genéricos, y que por ello no son lo suficientemente fuertes como para generar una mismo camino de vida. La unión, en este caso, se genera básicamente por la interdependencia funcional. Los valores que cada uno tenga no son los que aglutinan u otorgan el horizonte comunitario de sentido; ellos no son parte sustantivo de los lazos sociales. Las esferas de la vida que se comparten, en este caso, son mucho menos que en la primera forma. Asumiendo la tesis de la ruptura entre el mundo moderno y el pre moderno, Peña sugiere que la pre modernidad se corresponde con la primera forma, mientras que la modernidad con la segunda. El quiebre es el tránsito entre un mundo y otro. Y en ese tránsito el mercado y el dinero habrían jugado un rol central, constitutivo. Así, el dinero permite construir un sistema de interacción en que no es necesario abrir la subjetividad propia a los demás, constituyendo relaciones sociales “desancladas”. Lo relevante para vivir juntos, aquí, no es la idea que tengamos acerca de la vida lograda o el bien humano, porque no es necesario: podemos llevar una vida en sociedad sin apelar a ello.

Frente a este escenario se abre la pregunta por la relevancia de la deliberación política. Si ya no es necesario que en las sociedades modernas tengamos que compartir ideas más sustantivas para vivir juntos, la deliberación en torno a lo valioso, a la dirección normativa o a la consecución del bien común, corre el riesgo de perder importancia y volverse trivial. Peña dialoga aquí con Kenneth Arrow, cuya tesis sería que la democracia y el mercado no difieren demasiado, pues ambos constituyen un mecanismo para obtener una decisión general a partir de voluntades individuales mediante la agregación de preferencias. El Congreso no haría más, en este sentido, que sistematizar e incorporar preferencias ciudadanas por medio de sus representantes. Las políticas públicas, así, se generarían mecánicamente. Bastaría, para usar las palabras de Ronald Dworkin, la existencia de una “computador” de agregación de inputs que generen outputs legislativos.

Si el punto es agregar preferencias, entonces, el mercado aparece como un mecanismo mucho mejor equipado que la política para lograrlo, pues ésta última presenta múltiples trabas. Así, se podría razonablemente pensar que el mercado es superior a la política en cumplir esta función; y, por ello, más importante. Pero esta conclusión es incómoda para cualquiera que tenga a la actividad política en alta estima, ¿no es la democracia algo más que eso?

Peña no deja al lector con la inquietud y enfrenta la disyuntiva en sus últimas diez páginas. Intenta conciliar el rol del mercado con el de la democracia argumentando que cumplen funciones diferentes. La democracia, sostiene, es más que un mero mecanismo para sumar preferencias, pues cumple un rol justificatorio. Para explicarlo, invoca la tesis de John Rawls, según la cual las decisiones públicas, bajo nuestras condiciones de pluralidad sobre las visiones del bien humano, requieren ser justificadas sin tener que argumentar en base a esas cosmovisiones. Exigen, en otras palabras, razones públicas: razones que otros ciudadanos, que piensen distinto a nosotros, puedan razonablemente suscribir, las cuales hayan sido admitidas por principios equitativos acordados previamente. Se filtran, así, los “intereses privados” para quedar solo los “políticos”. Peña tiene un elevadísimo respeto intelectual por Rawls, hasta el punto de afirmar en su Ideas de perfil que la Teoría de la justicia de Rawls es el libro más importante de la filosofía política del siglo XX.

La respuesta de Peña es interesante —aunque nada de novedosa— pero tiene una tensión sustantiva que merece atención. El riesgo de la trivialización de la política no tiene como única causa la primacía que han alcanzado el mercado y el dinero en la estructuración de la sociedad moderna. Hay otros fenómenos que están generando una pérdida de autonomía del espacio propiamente político y dejándolo en un lugar irrelevante. Uno de ellos, que me interesa destacar, es la judicialización de la política. La judicialización de la política no consiste solamente en que las soluciones a los grandes problemas que nos aquejan —seguridad nacional, política macroeconómica, justicia transicional, diseño educacional o de salud, aborto, eutanasia, matrimonio, entre otros— se trasladen desde el Congreso a los tribunales. También tiene que ver con que nuestra forma de hablar y discutir —aun coloquialmente— se está volviendo muy jurídica. Hacemos referencia a reglas, definiciones y derechos para enmarcar nuestras posiciones en los debates y expresar lo que nos importa. Esto es problemático porque empobrece la discusión. Observado por autores, en otros sentidos tan diferentes, como Mary Ann Glendon en Rights Talk y Karl Marx en Sobre la cuestión judía, el léxico de los derechos incentiva nuestra tendencia a ponernos en el centro del universo moral. Así, invocar un derecho es más bien una invitación a cerrar una conversación que a abrirla, pues suelen ser entendidos como razones de un peso tal que truncan o derrotan cualquier otra consideración. La deliberación política, una vez “juridificada”, se vuelve básica, simple, superficial. Los derechos tienen la aptitud (y a su vez el defecto) de poner entre paréntesis lo que constituye, define, y caracteriza a aquellos bienes que pretende proteger y promover. Estamos todos de acuerdo en que la libertad de expresión es importante, pero no en si se puede quemar una bandera chilena; o en que la libertad de asociación es valiosa, pero no en que una institución médica pueda decidir que no va a hacer abortos en base a su ideario fundacional. De esta manera, sin encontrarse, las discusiones suelen correr en paralelo: derecho a la vida versus derecho a decidir, derecho a la libertad de enseñanza versus derecho a la educación, etc. El propio Alexis de Tocqueville, frecuentemente citado por Peña, auguró lúcidamente nuestro presente: “No hay cuestión política, en Estados Unidos, que no se convierta tarde temprano en una cuestión judicial. De ahí la obligación en que se encuentran los partidos, en su polémica cotidiana, de tomar de la justicia sus ideas y su lenguaje”.

Peña no considera este riesgo y es aquí donde aparece la tensión. Su solución para no trivializar la política es recurrir a la tesis rawlsiana. Pero ésta le otorga un lugar privilegiado a la deliberación jurídica en el discurso público. En su concepción, la manera en que mejor se manifiestan las razones públicas son formas jurídicas: en las leyes y, principalmente, la constitución. La deliberación en torno a la constitución y a su interpretación es el lugar central en su búsqueda de la autonomía de lo político. En efecto, en su Liberalismo político, sostiene que la Corte Suprema de E.E.U.U es “la rama gubernamental que sirve de entidad ejemplar de la razón pública”. Los tribunales, señala, cumplen un rol crucial en la función justificatoria de la democracia. La Corte Suprema debe “dar a la razón pública vivacidad y vitalidad en el foro público”. En ese esquema, como postulado básico, Rawls asume la no problemática tesis de la dicotomía entre mayorías y minorías. Explica que debemos resguardarnos de aquellas mayorías que se puedan volver tiránicas. Como la regla de la mayoría no es capaz de lograrlo, debemos incorporar derechos fundamentales en las constituciones de modo que sirvan de protección a las minorías —su función principal sería ser mecanismos contramayoritarios— que se hagan cumplir por los jueces. Son los jueces quienes, bajo este esquema, deben velar por la supremacía de los derechos frente a las decisiones (arbitrarias, injustas) del Congreso.

El problema, y aquí está el fondo del asunto, es que esta tesis es el núcleo de la teoría que ha servido de sustento a la judicialización de la política (que se denomina “neoconstitucionalismo”). En rigor, un neoconstitucionalista no considera problemático que un juez razone políticamente en sus sentencias (los derechos, en palabras del propio Rawls, pertenecen a los “valores políticos” de la sociedad) o que sea en los tribunales donde se resuelvan cuestiones más fundamentales. En este escenario, son los jueces quienes empiezan a hacer política, trasladándose la actividad de los parlamentarios a los tribunales; y el uso indiscriminado del lenguaje de los derechos se toma la discusión pública. En este sentido, está lejos de ser trivial la observación de John Gray, afirmando que la auto descripción de la teoría rawlsiana como liberalismo político es “sumamente irónica”: la doctrina de Rawls es una especie de “legalismo anti-político”.

El origen de esta tensión parece estar en la convivencia de dos sensibilidades del autor: el Peña ilustrado, el famoso columnista que, con Kant, nos invita a la ilustración y el debate libre de prejuicios, de particularismos, el de los de mayoría de edad; y el Peña sistémico que muestra las bondades de la sociedad fragmentada en la pluralidad irreconciliable de formas de vida, de esa sociedad moderna, tecnificada, funcionalmente diferenciada que hizo posible la emergencia de la subjetividad. Si bien nos invita a articular esas posiciones mostrándonos que ambas se enriquecen mutuamente; hay en ese intento, aunque Peña intente evitarlo, dificultades que todavía no ha resuelto, y la trivialización de la política es una de ellas.