Artículo publicado el 17.06.18 en Revista Brazsil.

“La fe en la opinión se convertirá en una especie de religión cuyo profeta será la mayoría”, escribía Tocqueville en La democracia en América. Es el aprecio a la democracia lo que, afirmaba, le lleva a tal franqueza respecto del rumbo que la misma podía tomar; y parte sustantiva de sus temores son respecto del destino que podría tener la libertad intelectual. El fantasma de la opinión pública acabaría, se temía, reduciendo a los innovadores a respetuoso silencio. Así, a pesar de haber roto todas las trabas de antaño, “el espíritu humano se encadenaría estrechamente a la voluntad general del mayor número”. Por su capacidad de lidiar de modo más directo con la disidencia, este tipo de despotismo se burlaría según Tocqueville de todas las tiranías precedentes: donde el tirano antiguo torturaba el cuerpo para someter al alma, el pensamiento dominante va directo por el alma. El déspota futuro ni siquiera tendría necesidad de tocar nuestros cuerpos, pues le bastaría con que nuestros semejantes huyan de nosotros como de seres impuros, para que el resto no huya a su vez de ellos. El resultado sería un mundo en que se vuelve muy difícil profesar lo que la masa condena, un mundo donde la represión acaba económicamente siendo reemplazada por la autocensura.

Que estas palabras resuenen hoy en nuestras discusiones sobre la corrección política no es nada extraño. Como en tantas otras materias, el mundo que retrata Tocqueville es aún el nuestro. Y en estos asuntos sus proyecciones parecen poder darse por cumplidas. El despotismo blando atisbado por los grandes pensadores del siglo XIX y por las distopías literarias del XX ya está ante nosotros. No es del todo evidente cómo debamos describir la ortodoxia por la que vela este poder, pues opera con categorías más psicológicas que intelectuales. Pero en cualquier caso esa duda es puramente teórica: siempre está claro cuáles son los prejuicios del presente que hay que respetar de modo cuidadoso si se quiere evitar el ostracismo.

Pero pasar del diagnóstico a la respuesta es otra cosa, y el remedio puede a veces ser tan inquietante como la enfermedad. La más preocupante de las reacciones es la simple mímesis que encontramos en la incorrección política. Esta opera con las mismas reglas y reflejos que la corrección política, quedando reducida a su versión negativa. Para el que se siente asfixiado por la corrección, esta respuesta es una especie de liberación; pero como no es nada más que eso, nos pone en el mismo camino de violencia y conduce a la misma esterilidad que su contraparte. Donde tal vez más claramente coinciden la corrección y la incorrección es en su desprecio por la comunicación: ambas están preocupadas por el imperio de una idea; la una por que se mantenga tal imperio, la otra por que caiga—sobre el interlocutor, en cambio, apenas parece haber un atisbo de reflexión.

Ante eso parece evidente la superioridad de la segunda reacción, la clásica aproximación liberal a estos problemas. No en vano John Stuart Mill ha tenido su propia suerte de renacimiento en estos años. Conservadores como Robert P. George y liberales como Jonathan Haidt coinciden en apuntar a su texto Sobre la libertad como el clásico que podría salvar, si no a nuestra sociedad, al menos a nuestras universidades de la ruina del despotismo (en la urgencia por transmitirlo a la infantilizada universidad contemporánea, Haidt ha llegado al punto de recientemente publicar una versión ilustrada del segundo capítulo de esta obra—All Minus One). Las razones con las que Mill defiende la libertad de expresión son, en efecto, sencillas y de valor perdurable: la tesis rival puede acabar siendo verdadera; incluso la propia posición no se entiende bien hasta haber comprendido la contraria; doctrinas en apariencia rivales muchas veces iluminan juntas la verdad completa. La formulación de tales tesis rivales desde luego puede ofender y crear fricción. Pero en sus mejores versiones no se trata de un vulgar “derecho a ofender”, sino de un antídoto al conformismo. Su actual necesidad y virtud parece evidente.

Pero conviene que notemos también los límites de esa aproximación. Y éstos pueden ser comprendidos acudiendo a la obra de Kierkegaard, un contemporáneo de Tocqueville y Mill a quien no solemos incluir cuando pensamos sobre estos temas. Pues si bien Kierkegaard no se les compara como pensador político, es evidente que estos asuntos estaban en su mente cuando hacía su propio ajuste de cuentas con el mundo contemporáneo. Tal vez alguien replicará que esto está lejos de ser evidente. ¿No es Kierkegaard el que se reía del absurdo de los hombres que reclaman libertad de expresión, cuando no usan la libertad de pensamiento que ya tienen? Es cierto que al leer tales palabras puede parecernos un aliado poco promisorio para defender la comunicación. Pero estas son las palabras de alguien que, tal como Tocqueville, escribe sobre el mundo contemporáneo con una mezcla de simpatía y crítica. Y buena parte de esa crítica tiene que ver con su percepción respecto de la “nivelación” que consideraba propia del presente. Su breve escrito La época presente es una profecía sobre “un fantasma, el espíritu de la nivelación, una monstruosa abstracción” que sería levantada entre el público y la prensa, y en medio de la cual Kierkegaard se preguntaba cómo comunicarse con individuos. Hay un alivio o tranquilidad en saber que se está con la multitud, y Kierkegaard es agudamente consciente de la fuerza de esas inclinaciones.

Ni Kierkegaard ni Tocqueville imaginaron a las universidades como sede de tal fenómeno, pero sobra decir que en sus obras sigue habiendo recursos para la forma que el problema ha cobrado hoy. De tales múltiples recursos conviene detenernos en el interés de Kierkegaard por lo que él llamaba “comunicación indirecta”. El interés de este tópico reside en su diferencia con el ataque directo que solemos encontrar en la incorrección política y, de un modo más civilizado, en la simple afirmación de la libertad de expresión. El ataque directo padece de algo que Kierkegaard calificaría como una ingenuidad: el ataque directo trata al pensamiento dominante como si éste tuviese conciencia de ser pensamiento dominante. Si la realidad, en cambio, es la de una ilusión colectiva, se requiere un método más sutil. Esta sugerencia añade, en efecto, un factor distinto de la instintiva adhesión a la masa. No solo sugiere ignorancia, sino una ignorancia compartida y al menos semiconscientemente reforzada.

Cuando se explica sobre estos asuntos en El punto de vista sobre mi obra como escritor, Kierkegaard está a todas luces describiendo a sus contemporáneos en términos de una ilusión colectiva. La conciencia de ese hecho—el hecho de una ilusión en lugar de una simple cerrazón—es lo que lo lleva a algo distinto del sermón: “una ilusión no se puede destruir directamente”, escribe ahí. Para Kierkegaard no se trata de una observación marginal, sino del diagnóstico en torno al cual articuló virtualmente toda su obra como escritor. A lo largo de toda su producción hubo una serie de obras firmadas con su nombre, y una serie paralela firmada por los seudónimos que hablan desde diversas y excéntricas posturas. La comunicación directa se acentúa hacia el final de su vida, cuando se dirige cada vez más al hombre común y corriente, descendiendo incluso al género del panfleto. Pero antes había usado una técnica por la que apenas se podía saber qué cosas decía en serio, qué cercanía tenía cada pseudónimo con su autor; incluso sus discursos edificantes son firmados por alguien que escribe “sin autoridad”.

El sentido que su obra tardía atribuye a todo este juego de máscaras es el de reintroducir el cristianismo en la cristiandad. La cristiandad es aquí el título para la ilusión según la cual se es cristiano por ser danés, donde cualquiera porta el título de cristiano sin que eso implique la más mínima familiaridad o compromiso con el cristianismo. Pero conviene aquí notar el componente voluntario que Kierkegaard atribuye a esta ilusión: se trata de una materia en la que cualquiera que realice un examen honesto y sencillo—“¿soy cristiano por tener este certificado bautismal?”—podrá salir del engaño. El punto de Kierkegaard es que el engaño muchas veces es una situación en la que de hecho queremos permanecer. Y si la cristiandad está constituida por este tipo de ilusión, no puede ser objeto del ataque directo de la apologética tradicional; eso solo suscitaría respuestas del tipo “¡y cómo nos viene a predicar a nosotros!”. Este no es, pues, un pastor/profeta que descubre el fraude de la cristiandad y sale a la plaza pública a desenmascararlo, vociferando hasta que la ilusión se disipe. Tales discursos no logran, según Kierkegaard, nada. La causa de su fracaso, según él, es que el predicador en cuestión “no tiene en cuenta el hecho de que una ilusión no es fácil de disipar”. Ignorar esta dificultad lleva a un actuar sencillamente bruto; de ahí que Kierkegaard describa “todo lo apologético” como una “ciencia militar”.

La idea de que se requiera una comunicación indirecta entronca, en ese sentido, con un tópico filosófico clásico que resulta relevante para ilusiones muy distintas de la que ocupó a Kierkegaard: las dificultades del autoengaño. Que quien se encuentra en el error por definición no puede saber que está en el mismo, ese fue ya uno de los grandes descubrimientos socráticos. Sobra decir que la comprensión de ese hecho obró de modo decisivo también sobre la pedagogía de Sócrates. Kierkegaard, quien había escrito su tesis de maestría sobre éste, está ofreciendo su propia adaptación de la clásica herramienta socrática de la ironía. Quien se encuentra en el autoengaño tiene mil modos de defensa, y considerará un loco al que ponga en duda su condición: “un ataque directo sólo fortalece a una persona en su ilusión”. En lugar de eso se requiere las múltiples voces que de algún modo dejan al lector solo ante el texto, o bien ante un autor que muchas veces se sabe más aprendiz que maestro. Kierkegaard escribe que, en contraste con la antigua apologética, el cristiano actual tendría que ser alguien paciente que incluso “se retira tímidamente”. Bien cabe decir, siguiendo estas líneas, que Kierkegaard reconoce un lugar legítimo para la autocensura. Su diferencia respecto de la autocensura trivial es que ésta no nace del miedo, sino que es ella misma una estrategia de comunicación nacida de la diagnosticada ilusión.

También Kierkegaard sabía que hay un lugar para la comunicación directa. “Es muy apropiado que dentro de la cristiandad hagamos uso de la mayéutica, pues la mayoría vive en la ilusión de que son cristianos. Pero como el cristianismo sigue siendo el cristianismo, el que usa la mayéutica tiene que acabar volviéndose un testigo”. Asimismo, hay lugar hoy para un ataque directo a nuestras ilusiones colectivas (muy distintas de “la cristiandad”) y para una defensa de las libertades necesarias para ello. Siempre habrá lugar para cierta denuncia de “la policía del pensamiento” y para evocar nuestra juvenil lectura de 1984. Pero eso tiene un límite, precisamente porque no lidiamos solo con quienes siguen un diseño preconcebido para dominar el mundo, sino con casos de genuino autoengaño. Qué forma deba tomar la comunicación indirecta en el contexto de hoy es algo que aquí podemos dejar en suspenso. No tendrá por qué ser el complejo entramado kierkgaardiano de pseudónimos, que tomaba parte de su sentido de la cultura literaria del romanticismo. Pero que una ilusión no se disipa fácilmente, que un ataque directo solo fortalece a la otra persona en su ilusión, esas son piezas básicas del diagnóstico a hacer cuando nos preguntamos cómo hablar hoy.