Publicada el 26.04.18 en The Clinic.

La fecha en que conmemoramos el Día Internacional del Libro (23 de abril) corresponde a los aniversarios de muerte de Cervantes y Shakespeare. El español escribió novelas y poesía; el inglés, además de poeta, fue un prolífico dramaturgo. Ambos dedicaron su vida a escribir ficción: personajes y tramas imaginadas, puestas sobre el papel para ser leídas o actuadas. Sin embargo, el entusiasmo con que celebramos a estos autores no parece ir de la mano con el lugar que sus obras ocupan en nuestra sociedad: ¿nos limitamos a homenajearlos desde una respetuosa distancia, o hacemos de sus obras literarias algo relevante para el presente? Dicho de modo más directo, ¿consideramos valiosa la novela, la poesía o el teatro para aproximarnos a la verdad de lo humano?

El éxito de ciertas novelas históricas ha despertado, en los últimos años, el debate en torno a la distinción entre literatura e historia, cuyos límites son difusos. Las novelas históricas parecieran guardar algunas virtudes: no solo divierten, sino también sirven para aprender acerca de nuestro pasado. Sin embargo, esta discusión suele relegar las novelas puras a una función estética o lúdica que restringe sus capacidades a la entretención y deleite. Pero, ¿se reduce la literatura a aquellas funciones? ¿No presta, acaso, una contribución al conocimiento del mundo desde otra perspectiva? Desde la filosofía práctica, se ha considerado que la ficción puede ayudar a suscitar la reflexión moral. Los hombres tomamos conciencia de nuestras vidas como relatos, con principio, medio y fin. Nos encontramos en la constante necesidad de justificar nuestras acciones y nuestro pasado dotándolos de una estructura coherente: como dice MacIntyre, el hombre es un animal que cuenta historias. También las obras de Taylor o Ricoeur, por mencionar algunos ejemplos, destacan el hecho de que la identidad personal se actualiza narrativamente, e incluso el psicoanálisis resalta la importancia de integrar en un relato los episodios centrales de nuestra existencia. A fin de cuentas, las buenas novelas contribuyen a nuestra educación y nos dan herramientas para leer, comprender y explicar nuestra propia vida.

Otra posibilidad es la descrita por la filosofía hermenéutica: la literatura nos ayuda a conocer la realidad. Toda obra de arte nos interpela, nos llama a participar de manera original en una nueva experiencia del mundo. Como dice Gadamer, el arte nos permite re-descubrir el mundo, ante el cual solemos ser ciegos. Luego de leer a Shakespeare, estamos en condiciones de reconocer aquello contemplado en las obras: la traición, la locura, el amor o la venganza se nos hacen más evidentes, más reales, una vez que ya las hemos leído y vivido en el arte.

Como se ve, la literatura nos sirve para conocernos a nosotros mismos y para conocer la verdad, pero no se reduce a sus funciones cognoscitivas o formativas. La experiencia de la palabra poética, de la imagen narrativa que sobrecoge o emociona, del sentimiento que repele o espanta; todo ello vale por sí mismo. Y no por hedonismo o esteticismo, sino porque todo arte bien logrado nos abre a una dimensión trascendente de la vida humana.