Columna publicada el 20.05.18 en El Mercurio.

Con el correr de las semanas, el movimiento feminista ha ido adquiriendo una fuerza inusitada. Hasta los más escépticos se han rendido a la evidencia: estamos frente a un fenómeno profundo y, en algún sentido, irresistible. En ese contexto, sobra decir que la mera duda se convierte en anatema. ¿Cómo oponerse al movimiento de la historia? Las olas se caracterizan precisamente por arrastrarlo todo, sin distinciones. Las alternativas parecen reducirse a la adhesión incondicional, o bien condenarse al ostracismo.

Sin embargo, dejar de pensar el presente es renunciar a nuestra libertad: la historia nunca es unívoca y, además, las olas dejan resaca. No se trata de negar los aspectos valiosos del movimiento, pues muchas reivindicaciones son legítimas y urgentes. A partir de ahora, todos estaremos mucho más atentos a situaciones que hasta ayer estaban normalizadas, como el acoso o el abuso en posición de poder. Tampoco pasarán inadvertidas las brechas salariales, o las escandalosas diferencias en los planes de salud. Sin embargo, cuando se intenta comprender qué hay más allá, no se percibe mucho más que una sensación de malestar que es tan justificada como inevitablemente vaga. Por lo mismo, no es razonable asumir que toda demanda es válida solo por tener la etiqueta correcta. Después de todo, no existe algo así como “un” feminismo, sino que este admite múltiples variantes.

Ahora bien, ¿cómo encontrar, en el océano de las teorías feministas, un criterio de orientación? Aunque la cuestión es difícil, puede pensarse que el principal desafío de todo feminismo pasa por afirmar a la vez las nociones de igualdad y diferencia. El feminismo busca la igualdad, pero lo hace desde la diferencia: si lo femenino tiene un valor, es precisamente porque es distinto de lo masculino. Desprovisto de esa diferencia, el movimiento pierde su fundamento último, y deja de ser específicamente feminista. Por lo mismo, no deja de ser llamativo que algunas versiones del feminismo renuncien a la idea misma de alteridad sexual, como si la humanidad fuera un conjunto de sujetos indiferenciados.

Omitir la noción de diferencia tiene consecuencias relevantes. No es casual, por ejemplo, que el feminismo olvide a veces su carácter eminentemente político, al asumir reivindicaciones libertarias que remiten a la pura autonomía individual. Así, el movimiento feminista tiene una tendencia a transformarse en crítica violenta a toda la cultura occidental y a todo aquello que Marcela Iacub ha llamado el imperio del vientre. Esta crítica es plausible, pero es más posmoderna que feminista (las instituciones occidentales serían intrínsecamente opresoras). En esa historia, la explotación de la mujer sería solo un capítulo más. Lo único realmente valioso sería lo subjetivo, idea que llevada al extremo encarna la negación de lo político (y, como lo ha notado Nancy Fraser, favorece la aceleración del movimiento capitalista).

En ese contexto deben entenderse también los rasgos autorreferenciales que va tomando el movimiento. El caso de Rafael Gumucio fue un buen síntoma de la pérdida de perspectiva política: se trata de exigencias que no toleran la disidencia, ni aceptan la libertad de expresión. Para las feministas más duras (que exigieron su salida de la universidad), Gumucio no estaba equivocado, sino que sus ideas expresaban algo así como una maldad moral. Por lo mismo, no cabía ninguna corrección en el plano intelectual, sino solo forzarlo a una autocrítica propia del Moscú de los años ’30. Si el movimiento feminista cree que no debe estar sometido a ninguna distancia crítica, es precisamente porque ha olvidado la noción de diferencia. En ese sentido, una de las principales tentaciones que enfrenta el feminismo es precisamente la de desconocer que el mundo humano está constituido de muchos bienes, y que todos ellos merecen ser considerados en la discusión. Las ideas que defiende el feminismo son importantes, pero no son las únicas; y sin libertad de expresión esa pluralidad no podría manifestarse.

Ahora bien, lo interesante es que el feminismo posee su propio antídoto contra todos y cada uno de estos riesgos. Las mujeres han venido a recordarnos una verdad fundamental: lo humano tiene una división constitutiva y, por tanto, nadie puede agotar la especie. Si somos conscientes de nuestra finitud, también seremos conscientes de la limitación de nuestras respuestas a los problemas humanos. Dicho de otro modo, el feminismo se niega a sí mismo cuando aspira a convertirse en asunto de fe.