Columna publicada el 15.05.18 en El Líbero.

El polémico dictamen de la Contraloría General de la República —que el protocolo del Ministerio de Salud sobre la objeción de conciencia relativa a la ley de aborto “no se ajusta a derecho”— es esencialmente político. Esto es un problema, porque la Contraloría no es un órgano político. Ella no está facultada ni legitimada para tomar decisiones fundamentales que orienten la vida común. Sin embargo, en el debate público se ha insistido en que el pronunciamiento es perfectamente válido porque sería “técnico”: un mero análisis de “legalidad”. Hace unos días, con Claudio Alvarado, sugerimos que esto no es cierto. Quisiera ahondar un poco más en las razones que planteamos ahí.

Que el asunto deba ser regulado por un reglamento (y no por un protocolo) no es, obviamente, el tema de fondo. Aquí la Contraloría actúa bien. El problema surge en la segunda parte del dictamen, donde entra a determinar en qué consiste ejercer una función pública. En dos páginas y media los abogados de la Contraloría resuelven la importante pregunta por el sentido de lo público. Esa pregunta que por mucho tiempo parecía pacífica y que desde hace algunos años ha vuelto a disputarse el escenario de la política nacional. Nada menos.

El esquema argumentativo de las pocas líneas con las que Contraloría lo despacha consiste en contraponer los enunciados vagos y abstractos del derecho a la salud, con la posibilidad de objetar en conciencia. El conflicto se resuelve muy fácilmente, nos dicen, porque la propia ley (DL nº36) establecería que las instituciones privadas que celebren convenios con el Estado “sustituye” a los órganos de la administración del Estado en cumplir esta función. Así, nos explican, la institución privada empieza a ejercer una “función pública”.

Para advertir el carácter político del dictamen podemos detenernos en este esquema. Lo primero en que debemos reparar es un dato: invocar un derecho constitucional es decir muy poco. No es mucho más que afirmar que la salud es algo importante. Esa es, precisamente, la idea de las Constituciones. En ellas establecemos los temas fundamentales que conforman el bien común y dejamos para la deliberación política del día a día qué implica cada derecho en concreto. Hasta el año pasado el derecho a la vida del no nacido era absoluto (es decir, estaba prohibido sin excepciones atentar directa y deliberadamente contra ella). Hoy hemos definido como país que tiene excepciones.

En nuestra Constitución sigue apareciendo el derecho a la vida, pero como es un enunciado abstracto, las leyes determinan más concretamente qué se sigue de él. En este caso, que ese derecho no es absoluto. Esto es una ilustración palmaria de que los derechos necesitan ser especificados para tener el peso y fuerza que les atribuimos. Así funciona nuestro arreglo institucional. Especificar un derecho es transformar esos enunciados abstractos (salud) en relaciones concretas. Es determinar bajo qué condiciones se es portador de un derecho; cuál es la hipótesis fáctica a que se refieren esas potestades; qué persona o conjunto de personas serán obligadas a satisfacerlo, en qué momento, bajo qué circunstancias; las condiciones bajo las cuales se puede perder su ejercicio, etc.

Porque, ¿qué significa exactamente la disposición de la Constitución que afirma que “[e]s deber preferente del Estado garantizar la ejecución de las acciones de salud, sea que se presten a través de instituciones públicas o privadas, en la forma y condiciones que determine la ley […]”? ¿Qué quiere decir “garantizar” aquí? ¿Se trata de una regla sin excepción? La ley tampoco clarifica mucho más el asunto: ¿Qué es sustituir? ¿Es un reemplazo automático y mecánico? ¿Hay cosas que se mantienen? ¿Cambia el carácter de la totalidad de la institución que realiza tal sustitución?

Todo esto es precisamente lo que está en disputa en el debate político. Eso fue lo que se discutió en el debate parlamentario y a ello apuntaba el protocolo. La forma de hacerlo era incorrecta (debió haberse hecho por reglamento) pero la actuación de fondo es perfectamente legítima. Y es perfectamente legítima porque son decisiones políticas. ¿Quién sino el Presidente de la República y el Congreso toma esas decisiones? Lo que hizo la Contraloría fue definir (especificar) qué se entiende por la expresión “sustituir”. Pero el problema es que se trata de una palabra lo suficiente indeterminada como para no poder ser aplicada mecánicamente por el derecho. Que de su definición (especificación) se siga una u otra noción de cómo entender el sentido de lo público es la demostración de ello. Los abogados de la Contraloría, así, han ellos mismos sustituido a los representantes políticos en su función. Eso sí que es una suplantación de funciones.