Columna publicada el 27.05.18 en El Mercurio.

La inédita crisis que vive la Iglesia chilena puede leerse de muchos modos. Por un lado, se trata de un capítulo más del interminable caso Karadima, que no ha dejado de inocular su veneno. Pero tampoco resulta razonable reducir todo el fenómeno al ex párroco de El Bosque: hoy sabemos que las irregularidades y situaciones de abuso tocan a muchos otros sectores eclesiales. Al mismo tiempo, es una crisis de buena parte de la jerarquía que -en el mejor de los casos- cometió negligencias gravísimas. Se ha ido generando entonces un síntoma particularmente complejo: en algún minuto, la Iglesia chilena perdió toda capacidad narrativa y toda capacidad de explicar los sucesos, tanto a los fieles como a la sociedad en su conjunto. Así, la institución misma parece desorientada, como si la tormenta hubiera dañado mortalmente sus posibilidades de acción.

Cabe agregar que todo esto se inscribe en un proceso de modernización que conlleva una pérdida de influencia para las religiones; y en una crisis generalizada de las instituciones que tradicionalmente han encarnado la legitimidad del orden social. No es de extrañar entonces que la Iglesia encuentre cada vez más dificultades para comunicar su mensaje con una mínima claridad. Más allá de la decisión que tome el Papa respecto de los obispos renunciados, la primera labor de la Iglesia pasa por tomar plena conciencia de todas y cada una de estas dificultades. Cualquier salida de la crisis exige elaborar un diagnóstico doloroso, que no minimice estos hechos.

La primera tarea es, desde luego, enfrentar la cuestión de los abusos sin admitir dilaciones de ninguna especie. En ese plano, el mensaje del Papa ha sido tajante, y es de esperar que tenga consecuencias. Pero luego vendrá un desafío mucho mayor, que exige reconstruir los vínculos de la Iglesia con el Chile actual. En ese plano, la pregunta es si acaso el catolicismo tiene algo relevante que decirle al país que ha emergido en los últimos años.

Para algunos, la fórmula es relativamente simple, y consiste en realizar concesiones a la moral contemporánea. Habría que flexibilizar las enseñanzas, adaptarse de una buena vez al mundo, y sumarse al irresistible movimiento de la historia. En el fondo, bajo esta óptica, las dificultades de la Iglesia estarían ligadas al nivel de sus exigencias (que ni ella misma parece capaz de cumplir). La mejor prueba de esta tesis sería la distancia entre las enseñanzas magisteriales y la conducta efectiva de muchos creyentes.

A primera vista, tal alternativa puede parecer tentadora. ¿Qué más fácil que acercarse al mundo para ganarse su favor? Sin embargo, mirada más de cerca, parece haber un espejismo. La Iglesia Anglicana, por mencionar un ejemplo, escogió esta lógica y hoy está condenada a la irrelevancia en Inglaterra. El desafío, creo, no pasa por adaptarse de modo acrítico a los tiempos -que, por lo demás, nunca son unívocos-. En efecto, el centro del mensaje cristiano está fuera del mundo y se resiste a toda inmanencia Contrariamente a lo que pensaba Hegel, la historia no representa nada parecido a un juicio final. El reto de la Iglesia supone más bien realizar un auténtico y profundo esfuerzo de comprensión del presente sin perder su identidad. Hay aquí un problema muy relevante de conexión, pues el riesgo de la religión en la democracia (que tanto temía Tocqueville) es encerrarse en sí misma, separándose progresivamente del entorno.

La tarea, por cierto, no tiene nada de simple. Con todo, puede ser útil recordar una enseñanza de Joseph Ratzinger. Según él, todos los problemas que afectan a la Iglesia se remiten en último término a una interrogante fundamental: ¿es capaz el cristianismo de sostener su pretensión de verdad frente a los progresos de la racionalidad moderna? Para lograr siquiera formular la pregunta en términos adecuados, es indispensable dialogar con la modernidad, y tomarse en serio sus premisas. Para lo que nos interesa, esto implica comprender los profundos cambios que ha vivido la sociedad chilena y los marcos de la discusión pública. Ningún mensaje que se precie de tal puede ignorar esos datos.

Es innegable que los procesos de modernización secularizan y afectan los grados de religiosidad. Pero esos hechos abren, al mismo tiempo, oportunidades de alcance insospechado. La democracia contemporánea es un régimen que se caracteriza por producir masas anónimas y por su negación explícita a formular las preguntas últimas sobre el hombre. En ese contexto, resulta evidente que el cristianismo puede (y debe) jugar un papel. Por un lado, reivindica el carácter irreductible de la dignidad de la persona como fundamento de la cultura (no existe el anonimato en sede cristiana); y, por otro lado, explicita sistemáticamente aquellas preguntas que la humanidad nunca ha dejado de plantearse. En otras palabras: por más que nos esforcemos, nunca podremos apartar definitivamente de nuestro horizonte la pregunta por el sentido y por la trascendencia.