Happy End (2017) es una película muy propia de Michael Haneke. Quizás por eso tuvo menos impacto de lo que se esperaba, recibiendo una tibia acogida por parte de la crítica. La expectativa —frustrada— era que se innovara en los temas, narrativa, fotografía y dirección. Sin embargo, no hay aquí una simple repetición; se trata, más bien, de una profundización en aquello que lo distingue. Esto, acompañado de su característico estilo —sutil, irónico y silencioso— hace de Happy End una obra que vale la pena ver.

La ironía, en efecto, es una constante, y se hace presente al espectador ya desde su título, tal como en Funny Games. A su manera, sumamente expresivo a pesar de sus escasos diálogos, Haneke nos transporta al norte de Francia para explorar dos grandes temas: la muerte intencionada (nada nuevo, pensemos en Amour) y las relaciones al interior de una familia burguesa, los Laurent (apellido recurrente en su filmografía). No sabemos si son de ascendencia aristócrata, pero sí vemos comodidad y riqueza. De modo más tangencial se abordan otros temas también recurrentes en Haneke, como las frías relaciones con la servidumbre y los inmigrantes (quien haya visto Caché podrá recordar la penosa historia de Majid). Hay, sin embargo, una novedad: el uso de las redes sociales y, en general, de la tecnología. A pesar de que el asunto ocupa un lugar más bien accidental, muestra ciertos atisbos de la distorsión que el fenómeno genera en una familia ya fría y distante. En una película que trata sobre vínculos en la sociedad contemporánea se esperaría mayor detención en los medios de comunicación digital: si hay un elemento que está transformando nuestro comportamiento es ese.

Depresión, suicidio, homicidio, eutanasia. Las misteriosas y polifacéticas caras de la muerte se nos presentan, aquí, en dos personajes diferentes. Por un lado, en la joven y deslumbrante Eve Laurent y, por otro, en su abuelo, Georges Laurent, el nihilista patriarca de la familia. En algún sentido, ambos son nihilistas. Él, un rico empresario al final de sus días cuya vida pierde sentido tras la muerte de su mujer. Pero es ella, Eve, quien en su inexpresiva e indolente vocación homicida más sorprende, al punto de provocar cierto terror. Quizás porque a su corta edad no siente, o siente muy poco, o porque probablemente padece una enfermedad psiquiátrica. Al parecer es ella quien mató a su madre, no le importa —en sus propias palabras— que su padre no la ame, y termina asistiendo el último fallido intento suicida de su abuelo. Como si hubiese vivido un proceso de simpatía por la muerte similar al de Georges Laurent, aunque en una vida significativamente más corta. Como sea, la ambivalencia que genera en el espectador nunca se aclara: ¿lo suyo es enfermedad o pura maldad?

 Hay quienes piensan que los novelistas y cineastas que escriben y filman sobre la vida burguesa tienen una aversión a la pobreza: no habría nada interesante allí que retratar, nada que expresar, ninguna historia que contar. Pero abordar por medio del arte los fetichismos de la vida cómoda, del éxito económico, de las mujeres atractivas y fatales, de los hijos que viven a la sombra de sus padres (y llenos de frustración) o que logran salir de ese eclipse —aunque cometiendo iguales o peores delitos— es una notable forma de hablar de pobreza. Y Haneke lo maneja bien. Las tomas pausadas, la rica fotografía y las perspectivas poco comunes de filmación establecen el tono del ambiente familiar. Ese panorama, como se podrá anticipar, no es el de una familia modelo. Hay vínculos instrumentales entre hermanos, entre marido y mujer, entre padre e hijos, que son menos frágiles de lo que aparentan. Están construidos bajo una cínica capa exterior de armonía que se mantiene viva por la empresa familiar y la fortuna del padre, y también gracias a ciertas costumbres del buen vivir que, con el paso del tiempo van perdiendo raigambre (como comer todos juntos en la mesa bajo la proscripción absoluta de conversar temas incómodos—quizás sí haya descendencia aristócrata). Es tal el nivel de frialdad que, de pronto, los personajes dejan de ser demasiado interesantes. Esto no significa, sin embargo, que el espectador no quiera conocer más acerca de sus historias ni profundizar en su complejidad. Haneke logra involucrarnos físicamente en la dinámica familiar: la misma distancia que existe entre los Laurent afecta también a la audiencia. Pero la distancia, finalmente, lleva a la indiferencia. Y esa distancia parece ser de doble naturaleza. Por un lado, experimentamos lo que significa ser un Laurent, pero, por otro, se nos invita al norte de Francia para recordarnos que somos extraños. Nos regala el lente del pobre, del inmigrante, del marginado. Hay mucha cordialidad y sonrisas, pero no logramos ver sus frustraciones, penas o sueños: aquello que los hace vulnerables. La sensación que este efecto produce, sutil y quizás no intencionado, adquiere consistencia en el retrato de las apáticas relaciones con quienes les sirven. Cuando Rachid, el fiel criado marroquí de Georges Laurent, felicita a su hija, Anne Laurent, a propósito de su nuevo matrimonio, ella pareciera no entender a qué se refiere. ¿Quién es un trabajador para felicitarla? ¿No requiere ese gesto al menos cierto nivel de igualdad? Son preguntas que su sorprendido rostro hace transparentes. Pero rápidamente se repone, pues alguien como Rachid no merece siquiera incomodarla: “Ah, eso, gracias”, responde, con un leve atisbo de sonrisa. En la distancia que genera este genuino desinterés y condescendencia resuenan las palabras de Pulp en Common people: no viven como ellos, no hacen lo que ellos hacen, no duermen como ellos, no fracasan como ellos, no sufren como ellos, no ven cómo su vida se pasa frente a ellos. No existen como un otro. Son invisibles.

 Happy End es una obra compleja. Y las constantes de Haneke también. Del mismo modo que exigirle innovación a un artista puede tener sentido, también lo tiene pedirle que profundice en las tensiones y preguntas que le son más propias. A veces son pocos los temas que apasionan, y se puede requerir de toda una vida (y a veces muchas más) para poder entenderlos, digerirlos, aceptarlos y, luego, expresarlos. Eso es Happy End.