Artículo publicado en la Revista Mensaje y Documentos de La Segunda.

Sebastián Piñera volvió a La Moneda luego de tres triunfos muy diversos entre sí: una elección primaria tan ingrata como exitosa, una primera vuelta frustrante y un balotaje cuyo resultado final, sin embargo, sorprendió hasta al más entusiasta de los piñeristas. Revisar algunos aspectos de este itinerario puede ser útil a la hora de reflexionar sobre los desafíos del gobierno iniciado el pasado 11 de marzo.

 La diversidad de Chile Vamos

 En principio, una de las mayores fortalezas del nuevo gobierno es la pluralidad de su coalición. El haber elegido a su candidato en primarias legales y competitivas, no sin antes superar ciertas reticencias internas, manifiesta una doble novedad de la centroderecha chilena. Ella logró institucionalizarse de un modo inédito y, además, dar cabida las diversas tradiciones que la componen. Se trata de un hecho subrayado en reiteradas ocasiones por Hugo Herrera (v.gr.: La derecha en la Crisis del Bicentenario, UDP, 2015): los procesos de larga duración dan cuenta de corrientes conservadoras, liberales, socialcristianas y nacionales a este lado del espectro político. Las ventajas de tomarse en serio esa diversidad parecen elocuentes. Si las primarias tuvieron una convocatoria récord, que sobrepasó los pronósticos más optimistas, la segunda vuelta mostró las bondades de tener un Piñera escudado por Manuel José Ossandón y los dos Kast, Felipe y José Antonio: el presidenciable podía hablarle a varios públicos a la vez. A las ventajas electorales se suma, asimismo, la presencia explícita de múltiples lentes y perspectivas, lo que resulta aún más promisorio. Contar con liderazgos imbuidos de distintas sensibilidades e inquietudes es una virtud a la hora de gobernar un país cada vez más complejo como el Chile postransición. Por eso, dicho sea de paso, habría sido deseable un gabinete de ministros que encarnara mejor dicha pluralidad. Para ello no basta aludir al “centro”, sino otorgar espacio efectivo a las distintas vertientes que nutren al sector.

Pero una diversidad mal llevada puede ser peligrosa y, por tanto, no estaría mal algo de cautela: basta recordar la fragmentación de la Nueva Mayoría y el estado actual de la centroizquierda. A primera vista, es positivo convocar desde viudos de la Concertación hasta nostálgicos de la democracia protegida, pero un proyecto político, aun cuando sea puramente electoral, necesita un mínimo de consistencia para proyectarse. De ahí que la pluralidad de Chile Vamos, en principio beneficiosa, contiene al mismo tiempo una dimensión amenazante que no cabe desconocer, sino conducir. Pensemos, por ejemplo, en el modo en que se sumó a Manuel José Ossandón al equipo del balotaje. Aunque era lógico intentar subirlo al buque –sus fortalezas guardan directa relación con las debilidades de Sebastián Piñera–, ¿valía la pena asumir la narrativa de la gratuidad en la forma en que se hizo? Una cosa era aclarar que nadie perdería las ayudas ya obtenidas, y otra muy distinta adoptar un discurso funcional al trazado por El otro modelo (Debate, 2013). Ese tipo de señales erráticas entorpecen la articulación de un proyecto alternativo, con prioridades claramente diferenciadas. Algo semejante ocurre con el permanente afán de cierta derecha, incluida una parte del piñerismo, de hablarle una y otra vez al “centro liberal” (basta recordar las idas y vueltas acerca del proyecto de identidad de género). Naturalmente, la insistencia no se entiende desde la óptica electoral. Mientras los números de grupos como Amplitud o Ciudadanos han sido sistemáticamente modestos, Piñera triunfó sin renunciar, por ejemplo, a su visión sobre aborto y matrimonio. Pero ante todo, tal insistencia es problemática en el plano de las ideas y proyectos políticos. Aquí no sólo está en juego la unidad de Chile Vamos. Un discurso político coherente es indispensable para dotar de unidad a una coalición plural, pero aún más para hacer frente a la nueva izquierda.

 La batalla cultural

 “Ganar la batalla cultural contra el Frente Amplio (FA)”. Según han advertido diputados como Jaime Bellolio y Felipe Kast, ese sería el principal desafío futuro de los sectores de centro y derecha. La prevención cobra aún más fuerza con Sebastián Piñera instalado en La Moneda. Si bien Piñera venció en forma maciza, una victoria electoral no es sinónimo de un triunfo político y cultural. Por eso sería insensato menospreciar al FA, que vino a renovar a la izquierda criolla: ahí estarán las riendas ideológicas de la oposición. Después de todo, ¿qué representante o heredero de los viejos tercios concertacionistas tiene proyección política relevante? Además de una bancada parlamentaria tan numerosa como ruidosa, el año 2021 tanto Gabriel Boric como Jorge Sharp se podrían sumar a Beatriz Sánchez en la búsqueda de la presidencia. Y más importante aún, Jackson y compañía continúan “con Atria (y Ruiz y Moulian) en la mochila”. Sus planteamientos tal vez nos parezcan inadecuados, pero se apoyan en diagnósticos e ideas que sustentan sus demandas y otorgan sentido a su acción política.

Lo anterior representa un desafío –el discurso de los derechos sociales gratuitos y universales exige una respuesta adecuada–, pero también una oportunidad para el gobierno de Sebastián Piñera. La invocación a la unidad y a los acuerdos es una buena noticia si la comparamos con la lógica de la retroexcavadora, y será útil e incluso necesaria en ciertas coyunturas de Estado; pero no basta para fijar el norte de La Moneda, ni menos para proponer un rumbo diferente. En ausencia de una narrativa política robusta, esa apelación puede terminar siendo apenas distinguible de la nostalgia por un pasado que no volverá o, en el mejor de los casos, la invitación a un gradualismo sin contenido propio. Sin embargo, la existencia del FA demanda una réplica a la altura de las circunstancias, inspirada en premisas diferentes y con respaldo no sólo en el ámbito de la eficiencia, sino principalmente en el de la justicia y la legitimidad política.

Tal réplica supone comprender la naturaleza del proyecto adversario. Conviene recordar, entonces, que la nueva izquierda presenta tres notas distintivas. La primera es una aproximación crítica a la democracia representativa: algunos miembros del FA parecieran asumir que la asamblea constituye el paradigma político por excelencia, cuando no el ícono de plenitud humana. La segunda es una mirada muy recelosa de la sociedad civil organizada (especialmente si provee bienes públicos), que conduce a someterla a las reglas propias de la administración del Estado, o derechamente a incrementar este último. Ejemplos paradigmáticos son su visión de la educación o de la Teletón. Pero estas dos características sólo se comprenden cabalmente a la luz de la tercera: la absoluta primacía que busca darse a los llamados derechos individuales, más allá de cualquier otra consideración. Aquí asoma una paradoja: tanto la disolución de los ámbitos comunes como la excesiva centralidad de las prerrogativas individuales conducen al mismo “atomismo social” denunciado por la izquierda. Pero en eso consiste precisamente el sutil estatismo que fomenta el FA. Aunque su retórica habla de pasar de “clientes a ciudadanos”, sus planteamientos apuntan al más autónomo desenvolvimiento individual posible, sin proyectos compartidos ni bienes comunes en el horizonte (para ahondar en esto, véase el capítulo de Matías Petersen en El derrumbe del otro modelo, IES, 2017). Si se quiere, se trata de un “estatismo individualista” que, llevado al extremo, conduce al despotismo suave que previó Tocqueville. Por eso es pertinente tener presente la sugerencia del francés: es en la vasta red de familias y asociaciones intermedias —en el protagonismo de la sociedad civil— donde emerge la alternativa a esa clase de estatismo. Cuando se piensa la vida social a partir del puro individuo, además de ignorarse la complejidad del fenómeno humano, se tiende a un Estado tutelar (y a la inversa: tal clase de Estado, guste o no, conduce a individuos atomizados).

Si lo anterior es plausible, la conclusión es inequívoca: para responder al FA no sirve cualquier crítica del estatismo. De hecho, pensar nuestras instituciones y debates más acuciantes única o principalmente en función de derechos individuales afirmados a priori no es hacerle frente a la nueva izquierda, sino más bien hacerle el juego, en la medida que implica asumir acríticamente sus premisas. Un proyecto realmente alternativo supone reivindicar la vitalidad de la sociedad civil y, por tanto, subrayar los propósitos —los bienes comunes— que dan sentido a las asociaciones que la conforman. De lo contrario es inviable, por ejemplo, promover de modo consistente la autonomía escolar y universitaria y, más en general, la tan invocada como malentendida subsidiariedad. Ésta exige defender la finalidad de determinadas instituciones, la misma que puede ser fácilmente puesta en entredicho por una mirada que enfatiza los derechos de un individuo cuya autonomía se exacerba hasta la saciedad.

Como puede verse, el panorama descrito confirma los desafíos de la administración entrante en el plano de las ideas políticas. Tanto la pluralidad interna como el tipo de oposición que enfrentará confirman que el segundo gobierno de Sebastián Piñera no podrá esquivar el bulto. Guste o no, hay que abordar el asunto del relato. ¿Cómo hacerlo?

 Mérito y solidaridad

 A la hora de orientar la acción gubernamental, la nueva administración debiera comenzar por aquellos principios políticos característicos de sus diversas tradiciones, como subsidiariedad, solidaridad y bien común. Pero no sólo eso. Estos principios son fundamentales, pero deben ser articulados con un diagnóstico desapasionado del complejo Chile actual: como decía Raymond Aron, el progreso conlleva sus propias tensiones. Hacerse cargo de ellas de manera propositiva y reformista es la tarea del gobierno que inicia.

Uno de sus fortalezas es precisamente que algunos de sus liderazgos parecieran haber comprendido, aunque sea en forma incipiente, la necesidad de enfrentar esas tensiones –en vez de negarlas–, situando la preocupación por las valiosas libertades personales en un cuadro más amplio. Es lo que parecieran intuir el ahora ministro Segpres, Gonzalo Blumel, cuando subraya la importancia de articular mérito y solidaridad, o el asesor de contenidos de la presidencia, Mauricio Rojas, cuando recuerda que libertad y solidaridad deben ir de la mano si se espera que la primera esté al servicio de todos y no únicamente de los más privilegiados. Este tipo de enfoques, reflejado en el lugar preponderante que –según se dice– se asignó al ministerio de desarrollo social, el programa de clase media protegida y la reforma del Sename, puede contribuir al éxito y proyección del gobierno de Chile Vamos. Se trata de una perspectiva que permite fijar prioridades claras, dotadas de una justificación política y moral: es hacia la clase media vulnerable y, aún antes que eso, hacia las víctimas de nuestro orden social (infancia vulnerable, adultos mayores, personas que viven en pobreza, privados de libertad, niños no nacidos y otros “invisibles”), hacia donde debieran apuntar los esfuerzos del Ejecutivo. Esta gramática, además, puede contribuir a destrabar algunos debates tan persistentes como estériles, y dotarnos de un lenguaje ad hoc a los nuevos escenarios.

Pero hay más. La perspectiva señala ayuda a superar una debilidad persistente de la derecha posdictadura. Por motivos que deben continuar explorándose, ella enfatizó excesivamente la defensa de una particular comprensión de la libertad económica, olvidando el complemento con otros criterios de orden social que hacen posible el despliegue de la libertad personal. Esto conecta directamente con la misión del segundo gobierno de Sebastián Piñera. A fin de cuentas, ella consiste en articular discursos, estrategias y medidas concretas que enfrenten, de manera propositiva, gradual y fructífera, las frustraciones e inseguridades que ha traído consigo la modernización capitalista de las últimas décadas. Siempre con vistas, como todo gobierno, a favorecer la mayor plenitud material y espiritual posible de todos y cada uno de los ciudadanos, comenzando por los más vulnerables. Ese es el desafío.