Columna publicada el 06.05.18 en La Tercera.

Crecí, durante el colegio, soñando con las barricadas de París de Mayo del 68. Con la juventud levantando los adoquines para descubrir plácidas playas bajo ellos, en las que el sujeto, el sexo y el ocio eran celebrados, entre guitarreos, vino, poemas de Rimbaud y profundas frases sueltas de filósofos. “Prohibido prohibir”. “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Los pobres, los oprimidos, aparecían en esta visión como ingenuos esclavos sometidos a un poder distante que serían liberados por el jolgorio estético-revolucionario-universitario. Esclavos que quizás, por su condición, no comprenderían la libertad, a la que tendríamos que obligarlos. Miserables cuyas pueriles necesidades y aspiraciones, en realidad, nos daban lo mismo. Nos importaba lo que hubieran dicho sobre ellos Sartre, Marcuse o Foucault. No lo que ellos, que vivían en la alienación, opinaran.

Fue después que me di cuenta de quiénes se beneficiaban de la ausencia de reglas y de instituciones, y quiénes se veían más dañados.

Todo exceso es un lujo, y todo lujo se paga. Y nuestro exceso retórico, anti-institucional y festivo lo pagaban los más débiles. Porque cuando no hay reglas, son los más fuertes los que las imponen. Y cuando no hay instituciones, son los poderosos los únicos que encuentran un lugar tranquilo en el mundo. El reino de la soberanía individual tenía, al final, leyes similares a las de la selva: no era lugar para débiles. Era un “sálvese quién pueda”.

Hoy no sé si los universitarios chilenos sueñan con Mayo del 68, pero todavía sufren sus consecuencias. Viven aún atrapados en la ilusión de que la universidad redimirá al mundo y entregará a cada sujeto un reino propio.

Por eso su principal objetivo parece ser meter a toda la sociedad adentro de la universidad.

Pero las grietas de la ilusión abundan: la liberación sexual dio pie a una cultura del abuso, los títulos ya no aseguran un trabajo, el feliz jolgorio ha terminado en tasas de alcoholismo y drogadicción alarmantes.

La universidad misma, a la que solo su compromiso monacal con la verdad entregaba respetabilidad, está convertida en una cínica industria de certificados. Y la soledad, en ausencia de redes familiares y sociales, se extiende como la camanchaca.

Aislados e impotentes, los sujetos claman ahora al Estado por su salvación. Que el dios mortal haga lo que tenga que hacer para cumplir la promesa de los reinos individuales. Que vigile la distancia entre los cuerpos. Que castigue sin debido proceso ni presunción de inocencia. Que nos libere de la carga de los débiles.

Que priorice a los universitarios. Que censure los discursos ofensivos. Que otorgue todos los derechos, y ninguna responsabilidad.

Que su rejilla metálica de leyes, funcionarios y policías reemplace el tejido social perdido.

Y el Estado, ese Leviatán ahora flaco y sarnoso, hace girar sus manivelas para llevar adelante este último montaje: una farsa final antes de enfrentar el hecho de que la arena bajo los adoquines no pertenecía a la playa, sino al desierto.