Columna publicada el 11.04.18 en La Tercera PM.

Durante las últimas semanas el Tribunal Constitucional (TC) volvió a estar bajo la lupa. Si dejamos a un lado las caricaturas –el TC no es una excentricidad chilena ni un invento de la dictadura–, cabe reflexionar en serio sobre esta institución. De hecho, a nadie debiera sorprender que la revisión judicial de las leyes sea un asunto muy discutido en el contexto internacional. Las modernas democracias descansan en la idea de la soberanía popular y, por tanto, suponen que los representantes del pueblo son los principales llamados a concluir y determinar las directrices fundamentales de la vida común. Así, siempre acarreará tensiones el hecho que legislaciones ya aprobadas en sede parlamentaria puedan ser invalidadas.

Lo que sí resulta sorprendente, en cambio, es la inconsistencia de un sector muy significativo de nuestra izquierda, que combina su permanente cuestionamiento al TC con una aproximación cada vez más entusiasta a la jurisdicción internacional. Si a la luz de la lógica democrática hay motivos para problematizar la justicia constitucional, existen argumentos tanto o más poderosos para, desde esa misma lógica, mirar con recelo el auge de aquellos tribunales extranjeros que tienden a debilitar e incluso sustituir la deliberación política de cada Estado. Se trata de un fenómeno particularmente acentuado en nuestro continente. Además de la falta de frenos y contrapesos, el sistema interamericano de derechos humanos no muestra ningún tipo de deferencia hacia las legislaciones locales (a diferencia, por ejemplo, del sistema europeo). Si las críticas al TC se basan en una preocupación honesta por la vigencia del principio democrático, ¿cómo hacer caso omiso de lo que hoy ocurre con esa clase de jurisdicción?

Todo esto, naturalmente, también debiera importar a la derecha. Su previsible escepticismo respecto de los jueces internacionales no dialoga con el rechazo a priori que muchos de sus actores muestran ante posibles reformas al TC. Desde luego, existen razones poderosas para defender la existencia de esta entidad (comenzando por el dato, nada trivial, de que las democracias contemporáneas también suponen que todo poder político está sujeto a límites, y el legislador no es la excepción). Pero una posición consistente sería una visión restrictiva de los diversos tribunales que revisan leyes y actos políticos, cualquiera sea el plano donde operen. Ya lo dice el viejo aforismo: donde existe la misma razón, debe existir la misma disposición.